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((**Es6.301**) Otro clérigo escribía: -El ejemplarísmo Rúa y el atento Danussi son oficialmente los monitores de mis faltas: al primero, además, le toca ser mi asistente y anotar mi puntuación. Un tercero cerraba la lista de calificaciones escribiendo: -Después de haberla leído, si vuestra señoría ilustrísima muy querida me lo permite, iré a decirle dos palabras. Y don Bosco mandaba llamar muchas veces a los asistentes, a los maestros, al jefe de estudio, al Catequista, al Prefecto y se entretenía con ellos hablando de lo que habían observado en la casa. Este continuo cambio de ideas y observaciones animaba a los que habían de estar con los muchachos y tenía al Superior informado de todo. Entretanto, como sabían los alumnos que sus calificaciones eran revisadas por don Bosco y veían que todos los domingos le entregaban las de aplicación, daban muchísima importancia a las mismas. El diez, es decir, el óptime, era la nota más corriente; el nueve o fere óptime (casi óptimamente) arrancaba lágrimas a quien lo había merecido; el bene y mucho más el medie, o sea, el ocho y el siete de aplicación eran notas tan deficientes, como para poder ser castigadas con la expulsión de la casa. Conviene advertir que estas notas se daban con cierto rigor, pues era norma general que quien vivía de la caridad debía ser digno de ella. Pero don Bosco entonces pedía las calificaciones obtenidas por el joven en clase, las comparaba con la de ((**It6.396**)) aplicación en el estudio y a veces encontraba que el profesor y el jefe de estudio eran de distinta opinión. Por eso, y así nos lo aseguró monseñor Cagliero, ante estas calificaciones deficientes don Bosco no formaba de momento un juicio definitivo, sino que investigaba la causa, la cual no siempre dependía del alumno. Se culpaba a uno de estar habitualmente distraído en el salón de estudio. Otro, después de una horita de trabajo, buscaba un chisme con que entretenerse o leía libros amenos. Un tercero no acababa nunca los deberes, un cuarto no aprendía toda la lección. Don Bosco los mandaba subir a su habitación uno tras otro, en días distintos y les señalaba unas páginas para aprender de memoria o les mandaba hacer una pequeña redacción; y después les preguntaba. A éste disculpábale su escaso talento, de modo que con dificultad podía seguir al paso de los demás. En aquél descubría una memoria portentosa, que le reducía a entender las cosas sin reflexionar en ellas. El otro tenía poca memoria, pero un criterio justo. Y daba a cada uno las normas para aprovechar bien el tiempo. Luego, advertía a los clérigos que, cuando viesen a alguno distraído o dormitando, se le acercaran amablemente (**Es6.301**))
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