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((**Es6.205**) do llegaron a Cambiano le preguntó si pernoctaría en el pueblo, o si volvía a Turín aquella misma tarde. Al saber que debía volver, le invitó a encontrarse en un lugar determinado y a una hora fija, para aprovecharse de su coche. Don Bosco aceptó, diole las gracias y, en cuanto acabó el sermón, estuvo puntual a la cita. Durante el camino de vuelta preguntóle el diputado Villa: -Por favor, podría decirme su nombre? -Don Bosco, contestó el cura. -El de Valdocco? -Sí, señor; y usted? -Soy el abogado Villa. Fue el mismo abogado quien contó a don Miguel Rúa este encuentro añadiendo que, a partir de aquel momento, siguió manteniendo siempre relaciones con don Bosco. Lo mismo sucedía con cualquier otro que tuviese la fortuna de encontrarse con él. Las familias católicas de Turín le querían mucho porque reconocían en él a un hombre de Dios y se convencían cada día más de que el cielo le favorecía con dones extraordinarios. Desde los primeros tiempos del internado en San Francisco de Sales, iba don Bosco de vez en cuando a visitar la familia ((**It6.262**)) del conde de Cravosio, muy distinguida por su piedad y generosidad. La condesa y su hijas, deseosas de emplearse en obras de beneficiencia, se dedicaban especialmente a remendar la ropa blanca de los pobrecitos de Valdocco. Una de estas nobles doncellas, cuyo testimonio sobre la predicción de la paz de Villafranca hemos referido en el capítulo anterior, escribió a don Miguel Rúa el hecho siguiente: El 30 de agosto de 1859, día de santa Rosa, era el de mi fiesta onomastica. Mi madre, siempre preocupada por mi bien, para darme una alegría me regaló, entre otras cosas, una hermosa estatuita de Maria Inmaculada y después, a eso de las nueve, me llevó a ver a don Bosco con el que nos entretuvimos un ratito. Don Bosco nos prometió ir a cenar con nosotros a las seis, y cumplió su palabra. Durante la comida me dirigió unos simples augurios referentes a mi salud. Después de cenar le rogué que pasara conmigo a mi habitación. Había colocado la estatuita de la Virgen sobre una rinconera y supliqué a don Bosco que la bendijera y le pidiera para mí una gracia especial, sin dar más explicaciones. Era la de encontrar la manera de seguir mi vocación religiosa. Don Bosco juntó las manos y de pie ante la imagen de María hizo en silencio sobre ella la señal de la santa cruz y luego rezó; por fin, sin variar su piadoso continente y sin apartar la mirada de la estatuita, dijo: íOh!, Virgen Inmaculada, bendecid y consolad a Rosina, a la que veo vestida de blanco. -Pero don Bosco -le interrumpí-, yo no estoy vestida de blanco; y más, no me gusta vestirme de ese color (tenía yo entonces diecinueve años), son las niñas las (**Es6.205**))
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