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((**Es5.80**) miedo a la enfermedad y a la muerte, sino también a las amenazas de ciertas gentes. Porque es de notar que los lazaretos, aun cuando muy acertadamente se establecían en los arrabales, sin embargo, eran mal vistos y hasta aborrecidos por los enfermos y por los vecinos. Los enfermos tenían el prejuicio de que allí se morían antes y hasta se les hacía morir, con la agüita (<>); los vecinos temían y no sin razón, que los lazaretos corrompían fácilmente el ambiente y ponían en peligro su vida. Por lo mismo, al no haber podido impedir que se establecieran allí, algunos se propusieron hacerlos cerrar o inutilizarlos por los medios más viles e ilegítimos. En el barrio de San Donato, y en algún otro sitio, una turba de golfillos del vecindario se propuso atemorizar a cuantos se presentaban para atender a los enfermos allí recogidos, creyendo que así no llevarían más, al no tener quién los atendiera y curara. Con tal fin, empezaron aquellos malvados por amenazar, siguieron pegando y apedreando, con lo que resultaba que, para ir al lazareto o salir de él, sobre todo de noche, hubo que hacerse escoltar por la policía durante algún tiempo. Precisamente una de las primeras noches, dos de los nuestros, uno el clérigo Miguel Rúa, lo pasaron bastante mal. Salieron del lazareto, y al llegar a una oscura bajada, ya derecho hacia el Oratorio, oyeron un violento bullicio de voces y silbidos, mezclados con gritos de dales, dales. Y no acabó ahí. Porque los locos, agarrando piedras, que abundaban por aquel lugar, tiraron contra ellos ((**It5.96**)) una tan gran cantidad que, a no ser por la ligereza de sus piernas y la fortuna de encontrarse con dos guardias del fielato, hubieran sido alcanzados y malparados. Don Bosco fue apedreado varias veces. A pesar de tan inhumana acogida, siguieron yendo al lazareto, mientras fue necesario. A continuación se fue calmando la ira del vecindario y sólo quedó la admiración de toda la ciudad. En cambio, fue muy difícil quitar de la cabeza a los enfermos la obsesión del veneno. No podemos pasar por alto algunos hechos, muy significativos y graciosos. Había en la casa Moretta un hombre atacado por el cólera. El infeliz, creyendo que su enfermedad era obra de gente perversa, que la había propagado llevando consigo la agüita de marras, colocó un arma de fuego cargada junto a la cama, prohibiendo que entrase en su habitación quien no fuera de la familia. Amenazaba con disparar contra cualquier forastero. Efectivamente, presentóse un sacerdote con idea de consolarlo, pero tuvo que retirarse, al ver que el enfermo agarraba su arma.(**Es5.80**))
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