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((**Es5.641**) desaparecido y vio a derecha e izquierda las varas de la silla gestatoria que llegaba a sus hombros sin que él se hubiera dado cuenta. Se encontró entonces en una situación comprometida; prisionero entre la silla y la balaustrada, apenas si podía moverse; alrededor de la silla estaban apretados cardenales, obispos, maestros de ceremonias, y portadores de la silla gestatoria, de suerte que no veía un resquicio por donde salir de allí. Volver los ojos hacia el Papa era una inconveniencia, darle las espaldas una grosería; quedarse en el centro del balcón una ridiculez. No pudiendo hacer otra cosa, se quedó de lado, de modo que la punta de un pie del Papa se apoyaba en sus hombros. En aquel momento se hizo en la plaza un silencio sepulcral: se hubiera oído el volar de una mosca. Hasta los caballos estaban inmóviles. Don Bosco, sin turbarse, atento al más mínimo incidente, observó que sólo el relincho de un caballo y la campana de un reloj que daba las horas se oyeron mientras el Papa recitaba sentado algunas oraciones de ritual. Viendo que el piso del balcón estaba cubierto de ramas y flores, se inclinó y tomó unas flores que metió entre las hojas del libro que tenía en mano. Por fin, Pío IX se puso en pie para bendecir: abrió los brazos, elevó las manos al cielo, las extendió hacia la multitud que inclinaba su frente y oyóse su voz sonora, potente y solemne que cantaba la fórmula de la bendición, más allá de la plaza Rusticucci y de la buhardilla del edificio de los escritores de la Civilt… Cattolica. La muchedumbre respondió a la bendición del Papa con una inmensa y ardorosa ovación. Entonces el cardenal José Ugolini, leyó en latín el Breve de la indulgencia plenaria y a continuación el cardenal Marini leyó el mismo breve en italiano. Don Bosco se había arrodillado y, cuando se levantó, la silla ((**It5.904**)) y el Papa habían desaparecido. Todas las campanas repicaban a gloria, retumbaba sin cesar el cañón del Castillo de Sant'Angelo y las bandas militares hacían resonar sus trompetas. Entonces bajó el cardenal Marini, acompañado de su caudatario, y subió a su carroza. En cuanto ésta se movió, don Bosco se sintió víctima del movimiento y empezó a revolvérsele el estómago. Aguantó un poco, pero no pudiendo resistir más, comunicó al Cardenal su malestar. Hizo éste que subiera al pescante con el cochero, y como el mareo continuaba, descendió de la carroza para marchar a pie. Mas, como iba con sotana morada, hubiera causado sorpresa o burla, caminando solo por la ciudad, y entonces el secretario, sacerdote bonísimo y muy educado, bajó también de la carroza y le acompañó hasta el palacio del Cardenal. El momentáneo malestar ocasionado por las impresiones de (**Es5.641**))
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