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((**Es5.64**) internos, entre estudiantes y artesanos, y además los externos que acudían a las escuelas diurnas y nocturnas. Don Víctor Alasonatti tenía el cargo de administrador general. Su importante cargo comprendía la vigilancia de la conducta de los muchachos, la dirección de clases y talleres, la asistencia en la iglesia y en el estudio, la alta vigilancia de las funciones sagradas, la contabilidad con todos los libros de la administración y una amplia correspondencia epistolar. Era siempre el primero en ponerse a trabajar y el último en retirarse a descansar y, con sobrada frecuencia, se encontraba su cama intacta desde el día anterior. A menudo eran tantas las visitas que un escrito, comenzado por la mañana, debía suspenderlo hasta la noche y aún al día siguiente, porque las personas que pasaban por su despacho se sucedían de forma que no le permitían volver a tomar la pluma. A veces, una visita resultaba doblemente trabajosa, por ((**It5.72**)) la variedad de asuntos a tratar, por la indiscriminación de los visitantes, por las desagradables reprimendas que, a lo mejor, tenía que dar a los culpables. A uno convenía hacerle una seria amonestación, a otro bastaba dirigirle una mirada expresiva; a veces, debía interrumpir una conversación para visitar un dormitorio, cortar esto para evitar un desorden en el estudio. Se disponía a pasar revista a los talleres y le reclamaban con urgencia en la Prefectura para atender a los padres de los internos, dar satisfacción a unos y calmar a otros. Toda la administración de la casa dependía del Prefecto; a él se recurría para cualquier necesidad grande o pequeña. Así que, casi simultáneamente, le tocaba dar clase, asistir en la iglesia, dirigir un taller y, en ocasiones, hacer de médico y enfermero en la misma enfermería. Don Víctor respondía a tal cúmulo de incumbencias con tan imperturbable constancia de espíritu, que difícilmente podría decirse si era mayor su paciencia para aguantar o su previsión para dirigir los negocios, su serenidad para el cálculo o su desenvoltura para solucionar los problemas más intrincados, su satisfacción por los trabajos realizados o su ansia por otros nuevos. Sus grandes trabajos no siempre encontraban la correspondiente recompensa; con frecuencia, la ingratitud era el premio de sus desvelos. Recordaba entonces que tenía en Avigliana una familia, unos padres que lo habrían recibido con los brazos abiertos, que habría podido disfrutar en su tierra de una vida tranquila y pacífica bajo el techo paterno. Sumábase a esto el peso de los años, la aparición de los achaques que, con el excesivo trabajo, iban dejándose sentir con (**Es5.64**))
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