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((**Es5.551**) murmuración. Hizo llorar, hizo reír a lo largo de los diversos puntos del tema. Sobre todo con la pintura de las personas y sus diálogos. Pero el sermón que más grabado quedó en la mente de aquellos aldeanos fue uno que se llamó el sermón de la procesión. Si se hubiera tirado un puñado de trigo sobre la gente que llenaba la iglesia, ni un sólo grano hubiera llegado al suelo: tan apretujados estaban. Anunció don Bosco que quería llevarlos a todos a una procesión, pero sin molestar ni incomodar a ninguno. Contó que había visto las murallas de la Celestial Jerusalén. Sobre la puerta de entrada estaba escrito con letras cubitales: Nihil coinquinatum intrabit in eam (Nada profano entrará en ella). Que eran muy pocos los que caminaban por el sendero que conduce a esta puerta. Abajo, en un gran valle había visto una bandera negra, sostenida por un personaje extraño, en la que se veía escrito: Neque fornicarii, neque adulteri, neque molles, neque fures, neque avari, neque ebriosi, neque maledici, neque rapaces regnum Dei possidebunt. (Ni los impuros, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios).1 Tras aquella bandera seguía una larguísima procesión. La guiaba un tipo horrendo, deforme y, al propio tiempo, de modales elegantes y con una máscara en la cara. Iban, primero, grupos de personas que sostenían conversaciones malas, riendo a carcajadas, detrás otros que blasfemaban a coro, luego hileras de murmuradores; grupos de borrachos que cantaban tropezando, etc. Tras éstos avanzaba gente cargada de castañas robadas, de uvas vendimiadas en la viña del vecino, y trasportadas en cestos; seguían otros renqueando bajo el peso del trigo y del maíz que no era suyo, etc. Luego una caterva de mujeres y de hijos que robaban en sus casas y que vendían lo robado a espaldas ((**It5.776**)) del jefe de familia y cada uno arrastraba el cuerpo de su delito. Segúía detrás la compañía de los sastres, todos curvados bajo el peso de los retales robados que los hacían andar corvados; la cofradía de los molineros, encorvados bajo los sacos de la harina sustraída a los parroquianos; la de los tenderos con los pesos falsos, la de los encubridores que compraban el botín de los ladrones, la de los usureros, etc... Estas gentes entraban por una puerta abierta en las murallas ennegrecidas de una horrible cárcel, situada a la extremidad del valle. Tras el umbral veíanse tenebrosas excavaciones que se hundían en las entrañas de la tierra. En cuanto entraron todos, la puerta se 1 Corint. VI, 10. (**Es5.551**))
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