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((**Es5.491**) ni meditación, como exigen los maestros de perfección cristiana. Yo veía aquellos desórdenes, avisaba a quien lo necesitaba, pero dejaba ir adelante como podía, porque no se trataba de ninguna ofensa al Señor. Si hubiera querido corregir los diversos incovenientes de una vez, habría tenido que despedir a ((**It5.690**)) todos los muchachos y cerrar el Oratorio, porque los clérigos no se hubieran acomodado a un nuevo sistema. Soplaba siempre cierto aire de independencia que detestaba toda traba y la situación de los sacerdotes seculares ofrecía demasiados atractivos de una vida con más bienestar. Tampoco faltaban las tentaciones insistentes de los padres para llevarlos consigo, cuando llegaran al sacerdocio. Había que armarse de prudentes cuidados. Por otra parte yo veía que aquellos clérigos, aunque ligeros, trabajaban con gusto, tenían buen corazón, una moralidad a toda prueba, y, pasado el entusiasmo juvenil, me ayudarían muchísimo. Y he de confesar que varios sacerdotes de la Congregación, que figuraban entonces en aquel número, son actualmente de los que más trabajan, que tienen el mejor espíritu eclesiástico y de Congregación; pero entonces se hubieran separado de mí, antes de sujetarse a ciertas reglas restrictivas. Si para hacer marchar todo a la perfección, me hubiera cercado de una verja, hubiera hecho muy poco o nada, y el Oratorio sería ahora una especie de colegio con cincuenta o a lo más un centenar de muchachos. íY nada más!>>. Pero lo que merece alabanza sin igual en los primeros colaboradores de don Bosco es la veneración y el cariño que demostraban a su Superior. Sobre todo le concedían esa libertad de palabra que emplea naturalmente un padre en el seno de la familia. Por eso don Bosco, aunque pocas veces, daba por la noche, desde una plataforma a manera de púlpito, algún reproche a quien lo había merecido, en presencia de todos sus compañeros. Y nadie se ofendía por ello, pues don Bosco podía decir y hacer lo que en otros se hubiera tenido por imprudencia. Recordemos lo que sucedió una vez en 1857. Hacía ya tiempo que se había ordenado que las velas recibidas por los que iban ((**It5.691**)) a la ciudad a un entierro, debián emplearse en las funciones del Oratorio. Era un ahorro de gasto considerable, porque don Bosco recibía con frecuencia estas invitaciones. Sucedió, pues, que fueron enviados cuatro clérigos al Santuario de Superga para un entierro y cada uno de ellos recibió un paquete con doce velas. Al volver a casa hubo dos que entregaron los cirios a don Víctor Alasonatti, como estaba prescrito en tales ocasiones, mientras los otros dos fueron a venderlos al cerero y se quedaron con el dinero. (**Es5.491**))
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