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((**Es5.124**) que esto debía permitirse porque los sacerdotes están revestidos de un carácter y una autoridad divina, y sus manos están consagradas. Estos sentimientos quedaban manifiestos en todos sus actos. Permitía a las mujeres alguna vez esta muestra de respeto, pero nunca sostenía su mano en las suyas, y ((**It5.160**)) a menudo se libraba de ello, pero sin descortesías. Durante los primeros años del Oratorio, cuando aún no había portería, solía recibir las visitas, después de misa, bajo los pórticos de la casa, y nunca se vio que diera audiencia a las mujeres en su habitación. Más adelante, cuando la casa se agrandó, las recibía en su pieza, la cual estaba adjunta a la salita de espera, donde se encontraban otras personas que aguardaban turno, y uno de la casa que anunciaba quién deseaba hablarle. Tenía, además, la puerta semiabierta, de suerte que todos los presentes pudieran ver tranquilamente. Si, a veces, se presentaba una señora vanidosamente vestida, él sostenía su vista clavada en el suelo, según todos le vieron siempre y atestiguan don Miguel Rúa, monseñor Piano y cien más. Se sentaba a cierta distancia de las visitantes y nunca de frente; no las miraba a la cara y no les estrechaba la mano al llegar o al marcharse; y las despachaba lo antes posible. Como quiera que muchas de aquellas personas necesitaban consuelo, no usaba nunca expresiones cariñosas, que no hubieran podido remediar un mal, sino produciendo otro. Por eso, con gravedad y mesura, las consolaba en sus aflicciones con una frase que solía repetir frecuentemente: Fiat voluntas tua! (íHágase tu voluntad!). O también con ésta: <>. Evitaba hasta tutear a ninguna, aunque fuera pariente suya, salvo a las niñas o chicas de pocos años. Pero aún con éstas era muy recatado. A veces, alguna señora pedíale la bendición y le rogaba signara su frente o sus ojos con la esperanza de poder curar de su malestar; pero don Bosco ((**It5.161**)) nunca condescendió con su deseo. En cierta ocasión, una de estas señoras le tomó la mano para llevársela a su cabeza, y él la reprendió severamente. Fue testigo de ello don Miguel Rúa. Yendo por la calle no saludaba nunca él primero a una dama, aunque fuera bienhechora. No visitaba a una señora, si no lo exigía la gloria de Dios o una una gran necesidad. Muchas veces fue invitado por alguna a subir en su coche, ya que salían de casa a un mismo tiempo, pero don Bosco daba las gracias y no aceptaba la invitación; (**Es5.124**))
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