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((**Es4.78**) Emiliani. Se dedican a salvar de los peligros de calles y plazas a todos los chiquillos que, abandonados a sí mismos, emplearían inútilmente, por no decir ((**It4.89**)) malamente, el día festivo: los reúnen en un lugar a propósito para instruirlos en las verdades religiosas, en lo más necesario para la vida de sociedad y entretenerlos durante el día en honestas diversiones. Esta obra caritativa, que tuvo comienzos humildísimos, ha sido bendecida por el Señor y crece sin cesar. No cuenta todavía dos lustros de vida y ya pasan del millar los muchachos que acuden asiduamente a ella. Como no bastaba un solo centro para dar cabida a todos, se han abierto tres en los principales puntos de la ciudad. El Senado del Reino, por deliberación unánime, ha instado al Gobierno del Rey para que sostenga una institución tan benemérita de la religión y de la socidad. Y el Municipio ha enviado una Comisión para reconocer el bien que en ella se hace y ayudarla. Finalmente, el mismo sumo Pontífice Pío IX, que desde su alto trono pontificio contempla tan paternalmente las pequeñas obras de beneficencia cristiana como las grandes, se ha complacido en bendecirla y promoverla de este modo. Cuando el glorioso Sucesor de San Pedro estaba desterrado en Gaeta, los fieles, imitando lo que hacían los primeros cristianos con el Príncipe de los Apóstoles, iban a porfía no sólo en elevar fervorosas preces al Altísimo para que aliviara sus sufrimientos, endulzara las amarguras del destierro y los restituyera pronto a su sede, sino que, además se preocupaban según sus fuerzas, de suministrarle los medios materiales, que le eran indispensables para llevar una vida menos dura en tierra extraña. No fueron los últimos de ellos los muchachos de los tres Oratorios de Turín. Pusieron su óbolo en manos del sacerdote Juan Bosco (así se llama el celoso eclesiástico que dirige esta obra), rogándole lo hiciese llegar al Santo Padre por medio de S. E. Nuncio Apostólico. ((**It4.90**)) Pío IX, a imitación de Aquel a quien representa en la tierra, vio, en la pequeña pero generosa ofrenda, los dos centavos de la viuda del Evangelio, y dijo: -Es éste un don demasiado precioso para que se gaste como los demás; debe ser tenido como un grato recuerdo. Y diciendo esto, escribía sobre él el nombre de los donantes y lo guardaba aparte. Al volver a verlo, en circunstancias menos angustiosas, dio orden de que compraran dos grandes paquetes de rosarios con una crucecita colgante y, bendecidos por su propia mano, los envió al mencionado sacerdote, para que los distribuyera a los muchachos de los Oratorios.(**Es4.78**))
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