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((**Es4.541**) Castelnuovo a otro hijo de José para defender a don Bosco de sus obstinados enemigos. Si al caer de la noche, aún no había vuelto a casa ((**It4.708**)) por estar asistiendo a un enfermo o cumpliendo cualquier otra obra de caridad, Margarita enviaba a su encuentro a los muchachos mayores para que le acompañasen a la vuelta hacia el Oratorio. Parecía que tuviese el don o la gracia de presentir los peligros que, de vez en cuando, amenazaban a su querido hijo. Juan Cagliero, durante 1853 y 1854, iba con dos compañeros de los mayores a esperar a don Bosco a las cercanías, al cruce de calles y senderos, cuando debía volver a casa de noche. Pero él era avisado a menudo por beneméritas personas, o por cartas anónimas, para que se defendiera de las asechanzas que le tendían los protestantes. Y Cagliero, haciendo de centinela, le encontró varias veces que volvía al Oratorio acompañado de bondadosos ciudadanos, que iban con él para defenderle de lo que pudiera ocurrir. Un vez le vio escoltado por un soldado armado, que él mismo había pedido al sargento de guardia del piquete de Puerta Palacio, por la seguridad que tenía de estar amenazado de muerte. Los atentados contra don Bosco que hemos descrito, y otros de los que todavía hablaremos, se sucedieron a intervalos durante cuatro años, a partir de 1852. Al mismo tiempo los autores de estos delitos tenían por auxiliares algunas pandillas de jovenzuelos que, incitados contra el Oratorio, iban los domingos a Valdocco a golpear con palos y piedras la puerta de la capilla a la hora del sermón. Don Bosco entonces no podía hacer oír su voz por sus golpes y sus gritos. Durante varios domingos reinó la paciencia, pero finalmente, hartos de aquella provocación, algunos jóvenes internos, sin pedir permiso, se armaron de garrotes y esperaron, tras la puerta medio cerrada, a que comenzase el acostumbrado ruido. No tardó éste en empezar y Juan Cagliero, acompañado de otros, se lanzó fuera. Tirado al suelo el primero ((**It4.709**)) que encontraron, corrieron tras los demás que huían. Cinco o seis cayeron por el camino. Pero don Bosco suspendió el sermón para llamar a sus jóvenes, los cuales obedecieron enseguida, teniendo que aguantar entonces su parte de golpes, porque los alborotadores habían reaccionado. Desde aquel día, poquito a poco fue cesando aquella peste. Los enemigos de don Bosco y sus emisarios no eran de la zona de Valdocco, y los que le combatieron al principio ya se habían desengañado y pacificado. Por eso, cada vez que, en el buen tiempo y a horas tardías, pasaba por la calle Cottolengo se encontraba allí reunida muchísima gente, que tocaba, cantaba y bailaba; pero apenas (**Es4.541**))
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