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((**Es4.54**) silbidos, gritos y amenazas, que ahogaban las vivas, aplausos y demás expresiones de respeto del público católico. Estaban entre estos valientes los muchachos mayores y más fieles del Oratorio de san Francisco de Sales, enviados por don Bosco, unas horas antes, para que, si no podían hacer más, al menos aplaudieran. Nos dio testimonio de ello el teólogo Félix Reviglio. El sabía el insulto sacrílego que preparaban aquellos facinerosos. En efecto, se lanzaron contra el coche, golpearon con los puños los cristales e intentaron cortar los tirantes del carruaje. Y las tropas miraban impasibles. Afortunadamente el Arzobispo se vio libre de aquel gran peligro, gracias a la sagacidad ((**It4.58**)) del cochero, que arreó unos fuertes latigazos a las manos y las orejas de aquellos granujas con lo que impidió el corte de los tirantes y echó a andar a los caballos. A toda costa se quería obligar a monseñor Fransoni a alejarse de Turín. En efecto, el Senado debía decidir acerca de las Inmunidades Eclesiásticas, y el ocho de abril se aprobaba la ley con la oposición de veintinueve senadores sobre ochenta. Por la tarde de aquel día y varios más, una turba de patriotas emigrados, amparados por el Gobierno, y mozalbetes pagados e instigados por los agitadores, que ya habían silbado al obispo de Chambery camino del Senado, recorrían las calles de la ciudad, maldiciendo al clero y gritando: íViva Siccardi! Lo peor de la algazara lo dejaron para el palacio arzobispal. A los gritos de abajo el Arzobispo, abajo la Curia, abajo el Delegado Pontificio, rompieron a pedradas muchos vidrios de las ventanas e intentaron descerrajar la puerta principal. Para poner fin a la salvaje demostración, acudieron soldados de infantería y de caballería. El día nueve sancionaba su Majestad la ley, que, entre otras odiosas disposiciones, sometía obispos y sacerdotes a los tribunales civiles. El Nuncio Apostólico pidió los pasaportes, despidióse del Rey, y el doce partía para Roma. En las secretas intenciones de las sectas ya se contaba con la desautorización del episcopado y la rebelión del clero. Esperaban que los sacerdotes y párrocos rurales quebrantarían la disciplina y se formaría un clero civil, un clero pagado y al servicio del Estado. Pero la Iglesia debía resplandecer con nuevo fulgor; nuevos ejemplos de sacrificio, de generosidad y de firmeza florecieron en el clero y los seglares. Un hecho providencial alivió el dolor de los católicos y llenó de alegría sus corazones: la vuelta de Pío IX a Roma. Una vez que los franceses liberaron ((**It4.59**)) la capital del mundo católico de manos de los republicanos, y transcurrido algún tiempo para reorganizar un(**Es4.54**))
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