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((**Es4.184**) era. Desde que se estableció la casa y empezó don Bosco a sentar a su mesa a los primeros clérigos y sacerdotes, no se la vio comer a su lado. Hubiera deseado don Bosco que lo hiciera alguna vez, pero ella sabía excusarse siempre. Y, como quiera que acostumbraba invitar a los muchachos mejores a comer en su compañía, insistió para que ella se sentara en medio de ellos y con su asistencia procurase impedir las faltas de urbanidad, al vocear demasiado fuerte, y el que se mancharan, o comieran con demasiada avidez. Particularmente cuando había comensales forasteros, por él invitados, deseaba evitar todo lo que a aquellos señores le pudiera dar motivo de críticas. Por fin, muy a su pesar, mamá Margarita consintió; fue durante casi una semana, pero después no se la volvió a ver. -Ese no es mi puesto, dijo a don Bosco; la presencia de una mujer en ese lugar desentona. Sin embargo, y pese a su aspecto tranquilo, no hay que creer que pasase su vida en Valdocco sin tribulaciones. Una mujer amante del orden y de la economía doméstica no podía ver con buenos ojos que se echara a perder lo que tanto había costado. Mas >>cómo impedir que muchachos llenos de vida, sin mala intención pero por irreflexión, ocasionasen más de una vez notables perjuicios y, por consiguiente, fastidio a la buena mamá? Como estos sucesos se repitieran, un día del 1851, penetró Margarita en la habitación del hijo y: -Escúchame, le dijo. Ya ves que es imposible que yo lleve adelante las cosas de esta casa. Tus muchachos hacen cada día una nueva faena. Unos me tiran por tierra la ropa blanca recién lavada y tendida al sol, otros me pisotean la huerta y todas las verduras. No se preocupan para nada de sus vestidos y los destrozan de tal manera que luego es imposible remendarlos. Pierden los moqueros, las corbatas, las medias; esconden las camisas y calzoncillos y no hay quien los pueda encontrar; se llevan fuera los utensilios de cocina para sus caprichosas diversiones y me hacen dar vueltas medio día para buscarlos. En fin, yo pierdo la cabeza en medio de toda esta confusión. Estaba yo mucho más tranquila cuando cosía en mi establo sin rompecabezas y sin preocupaciones. íMira! casi, casi me volvería allá, a nuestra casita de I Becchi, para acabar en paz los pocos días de vida que me quedan. Miró don Bosco a su madre, y conmovido, sin pronunciar palabra, le señaló el crucifijo colgado de la pared. Margarita miró; sus ojos se arrasaron de lágrimas: -íTienes razón, tienes razón!, exclamó. (**Es4.184**))
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