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((**Es3.441**) terminaba, la repetían los otros, lo mejor que podían, ayudados, sostenidos y animados siempre. Casi nunca se abría en clase el libro de gramática; solamente se lo tenía allí para aclarar una duda, cuando era necesario o para consultar algún punto olvidado. Y disciplinadas las mentes para el trabajo, se iba a buen paso. Con las demás materias, se procedía lo mismo que con la gramática. Dadas las ocho, iban a desayunar y a recreo. Después a estudiar, sin levantarse hasta mediodía. A las dos de la tarde, los reunía don Bosco de nuevo y se reemprendían las clases. No ignoraba que el arco demasiado tenso puede quebrarse; por eso, un día sí y otro no, los llevaba de paseo, desde las cuatro a las siete de la tarde y así los mantenía sanos de cuerpo y despiertos de mente. Pero no los perdía de vista ni un momento, y cuando se sentaban en la plaza frente a Nuestra Señora del Campo, en la Plaza de Armas o en la Avenida de Rívoli, aquel infatigable maestro reanudaba sus lecciones de otra forma más agradable. Les hacía ((**It3.574**)) repetir bonitamente las explicaciones dadas, y éstas iban quedando más grabadas en su mente juvenil, sin fatigarse. Cierto que estas lecciones a campo abierto eran una tentación para alguno de ellos, que hubiera preferido jugar a estudiar; y en realidad, más de una vez intentaron la desbandada unos tras otro. Pero don Bosco no se dejaba vencer por condescendencias inoportunas; siempre tranquilo, recogido, firme e inflexible en sus determinaciones, nunca permitió que se perdiera el menor rato de aquel ocio. Mantuvo este sistema casi hasta acabar el 1850. Aquel año ponía de relieve don Juan Giacomelli las excelencias de su método de enseñanza, atestiguando los maravillosos resultados que obtenía. A la par que andaba don Bosco tan ocupado por el progreso de aquellas clases comenzó a idear la redacción de un Reglamento para su albergue de Valdocco y para los colegios de estudiantes que pensaba fundar. Comenzó, pues, por estudiar el método educativo empleado especialmente en los establecimientos benéficos y en las casas religiosas de educación para muchachos. Visitó, además, con la mayor atención, varias instituciones de Turín y de otros lugares del Piamonte. A finales de 1849, envió también al director del Oratorio de San Luis, don Pedro Ponte, a Milán, Brescia y otras ciudades para informarse sobre la organización y costumbres religiosas, profesionales, disciplinares y económicas de algunos establecimientos destinados a (**Es3.441**))
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