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((**Es3.371**) mismo Job. Yo me recomía dentro de mí al oír tanta desfachatez y hubiera querido repartir unos buenos mamporros. Pero don Bosco, tranquilo del todo, no se daba por aludido. Al contrario, se paró y llamó a aquellos muchachos, que después de una breve duda, acudieron; y él, tras corregirles amablemente con pocas palabras, compró a una vendedora de frutas, sentada en un banco próximo, unos preciosos melocotones y se los regaló a aquellos... amigos suyos, como él los llamaba>>. Los malvados buscaban afrentarle de mil modos. Una tarde, al oscurecer, volvían a casa don Bosco y don Juan Giacomelli, cuando llegaron al paseo de las Moreras, que daba a La Jardinera. De pronto don Bosco se para, porque había puesto un pie sobre la basura que llenaba todo el camino. Al mismo tiempo, algunos, escondidos detrás del seto vivo, gruñían como cerdos burlándose, dando a entender claramente que habían sido ellos los que, de propósito, habían puesto allí aquella basura. Don Bosco alzó la cabeza y se volvió hacia la parte donde continuaban los gruñidos. Don Juan Giacomelli le dijo: -No hay que preocuparse del que desprecia. -No; contestó don Bosco; íestoy en mi campo! Y conminó a aquellos pícaros a que callaran. Don Juan Giacomelli temía que se desataran en una tempestad de improperios obscenos, pero todos enmudecieron. No se oyeron más que las pisadas de muchos que huían precipitadamente. En otras ocasiones se presentaban al asalto del Oratorio, turbas de muchachotes que no lo frecuentaban. Lanzaban una tempestad de piedras que resonaban sobre el portón de entrada al ((**It3.477**)) patio: y pasando por encima de la tapia, caían peligrosamente sobre los que allí jugaban. Don Bosco, que no sabía de miedos o cobardías cuando se trataba de defender a sus alumnos, corría hacia la puerta de salida para acabar con aquel desorden. José Buzzetti intentaba detenerle, diciéndole que dejara hacer a aquellos mal nacidos, que ya se cansarían: pero que no se expusiera a sus piedras. Pero don Bosco no cambiaba su resolución; abría la puerta, después de mandar que nadie le siguiera, y él solo avanzaba entre la granizada de cantos e iba a reprender a aquellos granujas. Era maravilloso ver que ni una piedra le dio en ninguna de estas arriesgadas salidas; y al llegar junto a ellos, o bien se daban todos a una fuga precipitada, o bien, dejaban caer de sus manos los proyectiles, le esperaban y se dejaban persuadir para no repetir más el ultraje. Después de esto, don Bosco iba a sentarse sobre el caballón de un surco, en el lugar donde (**Es3.371**))
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