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((**Es3.276**) cuando se encontraran libres en la vida. Y lo necesitaban. Baste decir que uno de aquellos primeros acogidos vendió el colchón por cuarenta céntimos. Afortunadamente lo supo don Bosco. Rescindió el contrato y dio una buena lección de economía al vendedor y otra de justicia al comprador. Durante la cena iban llegando muchos de los muchachos que frecuentaban el Oratorio festivo, y a cierta hora después que los internos habían jugado un poco, comenzaban las clases nocturnas. Ya la campanilla había recorrido los prados tocando a reunión para los externos. Siempre se empezaban y acababan las horas de estudio y de trabajo con una breve oración. Como ya hemos hecho notar, don Bosco vigilaba todas las clases y al mismo tiempo enseñaba. A veces, como no había podido cenar antes, asistía y enseñaba comiendo, especialmente a los internos. Era de ver cómo con el bocado entre los dientes corregía al que leía mal, o hacía cuentas al que no sabía la tabla de multiplicar, cómo colocaba la pluma entre los dedos al que comenzaba a escribir. La ((**It3.353**)) escuela de noche era diaria y duraba casi una hora, salvo los sábados, para que todos tuvieran comodidad de confesarse. Decía don Bosco que no había encontrado ningún otro medio más eficaz que la confesión semanal para alejar del vicio a la juventud y dirigirla por el camino de la virtud. Al terminar las clases ibanse los externos a sus casas y los internos, recogidos, rezaban junto con don Bosco las oraciones. Dábanse después recíprocamente las buenas noches con el que les hacía de padre, que siempre les devolvía alguna gracia, y se dirigían a su cama, que el sueño, el cansancio y sobre todo la alegría del corazón la hacían cómoda y mullida, aunque no solía ser más que un saco lleno de hojas de maíz o de paja, extendido sobre unas tablas que sostenían unos cuantos ladrillos. El Oratorio era entonces una verdadera familia. Los sábados se retrasaba la hora de ir a descansar. Si no había especial solemnidad para el domingo, don Bosco volvía tarde a casa después de despachar los muchos asuntos que tenía en Turín, y empezaba a confesar hacia las nueve, cuando los muchachos habían terminado de cenar; ellos le aguardaban pacientemente, puesto que las confesiones no terminaban hasta las once o las once y media. Y así continuó hasta 1856. La mañana del domingo estaba consagrada por entero a confesar a los externos. Usaba mil industrias para adiestrarlos a perseverar en el bien obrar. Primero haciéndoles, de vez en cuando, una breve plática, por la noche, a continuación de las oraciones. Dábales en ese momento los avisos oportunos para la buena marcha de la casa, les (**Es3.276**))
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