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((**Es3.208**) que poseía un corazón sin doblez; su visita fue breve, pero abrió el camino a otras muchas de más larga duración y frutos consoladores. Aquel joven, apenas conoció a don Bosco, sintió una amable y profunda simpatía hacia el sacerdote católico y le contó toda su vida. Se llamaba Abraham; había nacido en Amsterdam, donde vivían sus padres, que eran muy ricos. Gracias a su talento había progresado rápidamente en los estudios y, como era el ídolo de la familia, habían satisfecho todos sus deseos de diversiones, teatros, reuniones y comodidades. Con todo, él siempre había sido moderado. Tenía una hermana mayor, Raquel, a la que quería muchísimo. Deseaba ésta secretamente hacerse cristiana y había logrado instruirse en las verdades católicas, leyendo a escondidas buenos libros de religión y hablando con personas católicas. Poco a poco, y sin que él lo advirtiera, le había ido insinuando máximas cristianas. Raquel, que tenía algunos años más que ((**It3.260**)) Abraham, estaba decidida a hacerse Hermana de la Caridad. Al cumplir los diecisiete años, manifestó a su padre la idea y le pidió permiso para ir a Francia. El padre se indignó mucho y, ya que no podía disuadirla, no quiso autorizar su partida hasta que llegara a ser mayor de edad. Sólo entonces consintió en que marchase a donde quisiese, pero la desheredó y no le otorgó la más mínima ayuda con que vivir. Pero una tía suya, hebrea también, movida a compasión, le entregó la suma necesaria para pagar la dote con que entrar en las Hijas de San Vicente. Raquel fue a Paris; cuando supo Abraham que su hermana quería hacerse católica y monja, le cobró una gran aversión, en gran parte debida a que se imaginaba que su hermana ya no le quería. A pesar de todo, los sentimientos cristianos se habían adentrado en su corazón lo suficiente para conservar viva la duda sobre su religión. No tardó su madre en advertir las dudas de su hijo y, para mantenerlo firme en la religión hebrea, íbale contando a menudo las ridículas y pavorosas fábulas de Talmud que amenazaban con terribles castigos a los judíos que abandonan su religión. Abraham, con todo, se mostraba incrédulo e iba repitiendo: ->>Qué puedo temer de esa maga, que según usted dice, vive desde los tiempos de Adán? Si todavía existe, como usted asegura, debe ser muy vieja y tener pocas fuerzas para hacerme daño. Su padre, en extremo supersticioso, al ver que su hijo se apartaba cada vez más de sus opiniones y hasta se mofaba de ellas, llamó a un Rabino para que lo persuadiese con sus razonamientos. Pero Abraham, que poseía una perspicaz inteligencia, discutía especialmente con él sobre el punto capital del reino eterno pormetido por (**Es3.208**))
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