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((**Es3.185**) gozar de las finezas de vuestra beneficencia y vos podáis contemplar los copiosos frutos de vuestra insigne caridad>>. El Arzobispo se dirigió a la capilla, se revistió de los ornamentos sagrados y celebró la misa en la que distribuyó la comunión a varios centenares de muchachos. Al ver con sus propios ojos a aquellos jóvenes, en gran parte antes descuidados de sus deberes de piedad y religión, y al apreciar cómo estaban en la iglesia y cómo se acercaban a comulgar con un recogimiento que movía a devoción, experimentó un gozo celestial y confesó después que aquella función había sido una de las que más le habían conmovido y hecho disfrutar. <<>>Cómo no se me iba a llenar de gozo el corazón, andaba después repitiendo, viéndome rodeado de centenares de muchachos virtuosos y piadosos que, sin duda, de no ser por aquella obra providencial, hubieran caído, como tantos otros, en el vicio y en la impiedad? >>Cómo no sentir que se me saltaban las lágrimas de alegría al contemplar en el seno de la Iglesia y en brazos de Jesucristo, a tantos corderillos que, sin los pastos del Oratorio, hubieran ido tal vez a alimentarse de hierbas envenenadas, hubieran caído en las garras de los lobos o se hubieran convertido ellos mismos en lobos para sus compañeros?>>. Una pequeña anécdota sucedió al dar la comunión. Un muchacho se olvidó del aviso dado por don Bosco; así que, cuando el Señor Arzobispo, antes de darle la sagrada Hostia, le presentó ((**It3.230**)) según es costumbre, el anillo para besarlo, él se lo metió en la boca. Después de misa, se invocó al Espíritu Santo y Monseñor comenzó a administrar el sacramento de la confirmación a los trescientos jóvenes. Antes de despedirse les dirigió unas sentidas palabras, de acuerdo con las circunstancias. Ocurrió en esta ocasión una anécdota simpática, que ya referimos en otro volumen, pero que nos parece oportuno recordar. Según la costumbre de otras iglesias, se había preparado en la capilla del Oratorio, junto al altar, una especie de trono episcopal, que no era más que un banquillo elegantemente forrado, colocado sobre una tarima alfombrada, en el que debía colocarse el Prelado. Subió el Arzobispo para hablar, con la mitra puesta, no pensó que las bóvedas de la capilla no eran tan altas como las cúpulas de su catedral y, como no inclinó la cabeza, dio en el techo con la punta de la mitra. En aquel momento sonrió bondadosamente y murmuró por lo bajo: <>. Y así lo hizo. Nunca olvidó monseñor Fransoni (**Es3.185**))
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