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((**Es3.127**) En efecto, aquella escuela incipiente y aquella pobre espineta debían ((**It3.151**)) producir más tarde músicos de notable capacidad, muchos organistas de valía y centenares de escuelas que alcanzaron fama; la autoridad municipal de Turín asignó a don Bosco un premio de mil liras por su eficaz promoción de la música vocal e instrumental. De estas y otras ocasiones por el estilo, tomaba pie don Bosco para recomendar a los jóvenes respeto, reconocimiento y obediencia a los que gobernaban la ciudad, y sus palabras producían buenos resultados. Pero él aún no estaba satisfecho con todo esto; soñaba con grandes masas de voces, no a modo de concierto musical, sino como espontánea expresión de la oración y de los himnos del pueblo fiel. Quería el canto litúrgico genuino y no ejecutado a la buena. -Así, decía él, los fieles encontrarán en la iglesia aquel atractivo del que dejaron escritas tantas cosas hermosas los antiguos, especialmente San Agustín-. Más tarde repetía centenares de veces que su mayor satisfacción era oír una misa en canto gregoriano en la iglesia de María Auxiliadora, cantada por todos los alumnos, con casi mil voces divididas en dos coros. Esto era para él el non plus ultra de lo sublime. Por esto, los sábados por la tarde, a partir del 1848, como no había en dicho día las clases de costumbre, dividía a los chicos en dos secciones. La primera se entretenía en leer los salmos de las vísperas especialmente, hasta no equivocarse en la pronunciación y en el sentido. La segunda la componían los que, como ya sabían leer correctamente los salmos, aprendían el canto de las antífonas para el domingo siguiente. Es de advertir que los alumnos eran todos aprendices. Cuando ya tuvo un buen número de muchachos internos, les hacía aprender el canto gregoriano durante los primeros meses del año escolástico. Todos los nuevos que entraban durante ((**It3.152**)) las vacaciones, se dedicaban a aprender solfeo; los otros, aprendían los salmos, las antífonas y las misas. Era, además, su deseo y su intención que los muchachos ayudaran al Párroco en el canto de las funciones sagradas, al volver a sus casas. Sobre todo porque veía que, poco a poco, el respeto humano y la ignorancia acabarían con los coros parroquiales de la iglesia. Quería que se iniciaran en la música vocal los jóvenes sólo después de haberse ejercitado en el canto gregoriano. Tenemos por testigos de todo lo expuesto en este capítulo a don Miguel Rúa, a monseñor Juan Cagliero y mil más. (**Es3.127**))
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