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((**Es3.108**) cintura, aquél iba sin sombrero, o enseñaba los dedos de los pies por los zapatos rotos. Unos desgreñados, otros sucios, mal educados, importunos, caprichosos; y él encontraba sus delicias en estar con los más miserables. Para los más pequeños tenía cariño de madre. A veces se peleaban dos chiquillos por cuestiones del juego y se insultaban y pegaban. Se presentaba don Bosco en medio de ellos y los invitaba a perdonarse. Ciegos de rabia, alguna vez no le hacían caso; entonces él levantaba la mano como quien va a pegar, pero de repente ((**It3.127**)) se paraba y tomándolos por un brazo, los separaba, y los pilluelos cortaban, como por encanto su altercado>>. Con frecuencia, dividía en dos bandos a los muchachos, para jugar al marro y, convirtiéndose él mismo en jefe de uno, se animaba de tal modo el juego que todos los muchachos, jugadores y espectadores, se enardecían con aquellas partidas. Los de un bando querían la gloria de vencer a don Bosco y los otros celebraban la seguridad del triunfo. No era extraño que desafiara a todos los muchachos a ver quién le ganaba a correr y fijaba la meta y el premio para el vencedor. Y helos ya alineados. Don Bosco se levantaba la sotana hasta las rodillas y gritaba: -íAtención: íuno, dos, tres! Una banda de muchachos se lanzaba a correr; pero don Bosco era siempre el primero en llegar a la meta. La última de estas carreras fue precisamente en el 1868: pese a la hinchazón de sus piernas, aún corría don Bosco con tanta rapidez que dejó atrás a ochocientos muchachos entre los que se contaban algunos de agilidad portentosa. Los que estábamos presentes, no podíamos creer a nuestros ojos. Sucedía alguna vez que el recreo perdía su vivacidad; iba don Bosco a llenarse los bolsillos de caramelos y los echaba a puñados en medio de los corrillos. Son de imaginar los apretujones de unos sobre otros, los empujones, las volteretas para conseguir algún caramelo; cómo después rodeaban todos a don Bosco, gritando: -íA mí, a mí! -Pero don Bosco corría y los muchachos le perseguían; de vez en cuando se detenían ante un puñado de confites que les lanzaba y volvían a perseguirlo, hasta que se acababan las provisiones. Don Bosco quedaba agotado con aquel movimiento continuo; pero lo que más le cansaba era el hablar de la mañana a la noche, en el confesionario, en el púlpito, en el catecismo, en la ((**It3.128**)) escuela y en el patio. Los muchachos, sobre todo algunos estudiantes, le hacían mil preguntas de todo género y sobre todas las materias: de arte, de oficios, de inventos, de lengua, de historia, de (**Es3.108**))
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