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((**Es3.103**) Algunas madres le habían confiado sus hijos, diciéndole que eran incorregibles y rogándole los hiciera buenos. Don Bosco se sentía responsable ante Dios de aquellas almas y, a veces, corría él mismo a detenerlos. A veces los alcanzaba enseguida, otras debía correr unos minutos. Algunos se resignaban y sonrientes se dejaban conducir al catecismo; otros se resistían y se precisaba la virtud de un santo para que no irritase con tanta obstinación. Corría un día don Bosco tras ((**It3.121**)) dos de éstos; y con la carrera llevaba encendido el rostro y jadeaba. De pronto apareció don Juan Giacomelli entre el arbolado; al verlo, exclamó: -íHola! es la segunda vez que te veo alterado. En tanto, logró don Bosco atrapar a los dos fugitivos y, teniéndolos agarrados por la mano, dio a su compañero Giacomelli la respuesta que mostraba la calma de su espiritú: -Y >>qué quieres? íEstos benditos muchachos quieren escaparse para no ir a la iglesia! Mientras tanto, en el Oratorio se rezaba el santo rosario, así había cambiado el orden don Bosco y se comenzaba el catecismo por clases, divididas por edades y conocimientos. Cada catequista estaba en su puesto y en pie atendía al grupo que se le había confiado. Don Bosco, metido en alma y cuerpo, ordenaba las clases para que resultaran provechosas, y confiaba los mayores a los sacerdotes de más experiencia; y también a doctos señores seglares de la nobleza turinesa, algunos de los cuales le ayudaron también mucho para las escuelas, como el Conde Cays y el marqués Domingo Fassatti. Si podía, reservaba para sí el catecismo de los mayores en el coro y, cuando no podía ser, se lo encargaba siempre a un distinguido sacerdote y muy especialmente al teólogo Francisco Marengo. Bien puede decirse que don Bosco poseía en alto grado el don de entendimiento, para exponer las verdades de la fe, e impugnar los errores que comenzaban a penetrar en las mentes. Sabía hablar con gran claridad y facilidad, logrando que todas las inteligencias comprendieran la doctrina cristiana y tuvieran placer en escucharle. Su celo para esto, lo mismo que para promover el espíritu de piedad en el corazón de los jóvenes, era más único que raro, nos hacía notar el teólogo Leonardo Murialdo. El catecismo no duraba más de media hora; cinco minutos antes de acabar, sonaba la campanilla; ((**It3.122**)) a esta señal todos gritaban a una: <<íEl ejemplo!>> Entonces los catequistas narraban un hecho que habían leído u oído, de la vida de los santos, de la Historia (**Es3.103**))
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