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((**Es3.102**) su índole y sus necesidades. Hablaba en confianza al oído ora con éste, ora con aquél, les daba un buen consejo y les invitaba a recibir los sacramentos. Se detenía junto a los que le parecían tristes y procuraba despertar en ellos la alegría con alguna gracia. El, por su lado, siempre estaba contento y sonriente, pero nada de lo que ocurría escapaba a su atenta mirada, persuadido como estaba del peligro existente en toda aglomeración de muchachos de distinta edad y condición y de conductas diferentes. Jamás dejó esta vigilancia, ni cuando tenía clérigos y sacerdotes asiduos para la asistencia; quería él establecer, el primero, con su ejemplo, su tan importante método de no dejar nunca solos a los muchachos. A este recreo llegaban invitados por don Bosco, a más de los sacerdotes de quien ya hemos hecho mención, el teólogo Rossi, el teólogo Juan Vola el joven, el P. Bologna y algunos sacerdotes más de la Residencia Sacerdotal. Estos dignos ministros del Señor se prestaban de buen grado a enseñar el catecismo y, unas veces uno otras veces otro, a predicar. Pero no todos podían siempre acudir al Oratorio cada domingo y pocas veces podían entretenerse con los muchachos, después de las funciones. Con todo, un extraño espectáculo ((**It3.120**)) sorprendía a las personas de corazón. A la aparición de aquellos buenos sacerdotes se paraban casi todos los juegos y corrían los muchachos en tropel a rodearlos y con ellos don Bosco. Se pedía un cuento y se entonaba algún canto a la Virgen. Esto sucedía antes o después, en todos los recreos. Hacía las dos y media se reanudaban las funciones religiosas. Era admirable el orden reinante entre aquella multitud de chiquillos, aún en medio de los más clamorosos y divertidos juegos. Bastaba un toque de campana para que todos callaran, se ordenasen y, contentos, entraran en la capilla. Pero no hay que creer que aquella obediencia no sufriera alguna extraña excepción. Había algunos que, o por ser la primera vez que habían ido atraídos por los compañeros y la diversión, o por su propia índole, apenas oían la señal de parar los juegos, intentaban escapar del recinto del Oratorio, ya encogiéndose de hombros ante quien los llamaba, ya burlándose de las exhortaciones. En tales casos se precisaba un poco de energía para llevarlos a aprender el catecismo que ignoraban, e impedir que, dejándolos abandonados a su capricho, cayeran en algún peligro material o espiritual. Durante el verano, el afán de ir a nadar al Dora o a algunos canales profundos, había costado la vida a más de un incauto. (**Es3.102**))
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