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((**Es2.361**) Don Bosco le cortó instantáneamente la palabra, y le dijo sonriendo y con calma: -No he tenido la menor intención de ofenderla. Sabe por qué he comenzado a hablarle de este modo? Sólo me ha movido el deber de asegurarme de si usted era santa de veras o si su manera de vivir era una ficción. Su falta absoluta de virtud indispensable y esencial de la santidad, que es la humildad, me persuade plenamente de que su santidad no es más que un artilugio, un maldito arte con el que usted quiere vivir a costa de los demás y, al mismo tiempo, ser estimada y venerada por los necios que la creen. Todo esto se lo digo en nombre del Arzobispo que me ha mandado. Y le manifestó francamente como cierto, lo que había adivinado por conjeturas con su agudeza. Le ponderó la vergüenza y el perjuicio que le vendría si, como era fácil, un día u otro algún curioso incrédulo, la espiara y descubriese su secreto. La mujer palideció y quedó como de piedra ante las resueltas palabras de don Bosco. Reconocía en él un hombre revestido de autoridad y en aquellos tiempos una impostura semejante era severamente castigada por las leyes civiles. Así que, después de unas palabras ((**It2.481**)) de don Bosco, impregnadas de caridad, con las que la exhortaba paternalmente a arreglar las cuentas de su conciencia y a organizar su vida más cristianamente, acabando con aquellas intrigas engañosas, la mujer respondió reconociendo su culpa: -No creía que fuera usted tan listo: agradezco sus consejos, que pondré en práctica fielmente, pero le ruego no diga nada de lo que ha habido entre nosotros dos; yo le prometo solemnemente dejar enseguida mis malas artes. Don Bosco la permitió retirarse, sin el menor daño o menoscabo de su honor, por el camino donde imprudentemente se había metido y, a lo que luego supo, aquella mujer mantuvo su promesa. Se trasladó por algún tiempo a otro pueblo, pasó como los demás mortales por la necesidad de comer para vivir y desmintió la falsa opinión que de ella se tenía. Don Bosco reconoció en ella mucha ignorancia y hasta buena fe, pues creía le era lícito socorrer a las niñas necesitadas con un medio tan reprobable. Monseñor Fransoni quedó satisfecho del éxito de la visita de don Bosco: le satisfizo ver la enmienda de la pobre mujer y la desilusión de aquellos crédulos que se habían dejado engañar y, al mismo tiempo, se alegraba de tener un sacerdote que sabía cumplir tan bien su misión. Este hecho nos fue contado por el mismo señor Melanotti. (**Es2.361**))
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