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((**Es2.357**) Durante los primeros días de dicho mes corrió una dolorosa noticia por Turín, confirmada muy pronto por el lúgubre tañido de todas las campanas, que producía gran emoción en los corazones bien nacidos. Había muerto en Roma el Papa Gregorio XVI, a la edad de ochenta años, amargado por las continuas rebeliones de los súbditos, soliviantados por las sectas, y por la previsión de tiempos muy tristes. Al domingo siguiente, hablando don Bosco a los jóvenes sobre el Pontífice difunto, resaltó su invencible constancia, ((**It2.475**)) y la grave pérdida que su muerte suponía para la Iglesia, especialmente en aquellos días. Recordó en la misma circunstancia, entre otras cosas, la hermosa prueba de benevolencia que les había dado el año anterior: puesto que a una simple súplica que le hizo por escrito, aquel gran Pontífice había tenido la bondad de conceder una indulgencia plenaria especial, que podía ganarse en punto de muerte, a cincuenta personas que, a juicio de don Bosco, fueran las más celosas y solícitas en prestarse para el beneficio espiritual y material de sus muchachos. Y, después de una fervorosa exhortación, les invitó a rezar con él la tercera parte del rosario de la Santísima Virgen en sufragio de su alma, a cuya invitación se unieron todos con fervor. Satisfecho don Bosco con este tributo de gratitud al Papa difunto, añadió que, como la Iglesia no puede permanecer sin una Cabeza visible que la gobierne, lo mismo que un rebaño no puede permanecer sin pastor, se le daría otro; y así animó a los jóvenes a pedir al Espíritu Santo que iluminara y dirigiera a los cardenales para elegir pronto un nuevo Papa; y ellos lo hicieron con singular fervor. He aquí que el 16 del mismo junio de 1846 salía elegido Papa el cardenal Juan Mastai Ferretti, obispo de Imola, el cual tomaba el nombre de Pío IX. También la humilde bóveda de la nueva capillita de San Francisco de Sales resonó poco después con el himno de acción de gracias a Dios, por haber dado en tan breve tiempo otra cabeza a su Iglesia, otro Padre a todos los fieles cristianos, y con el cual el Oratorio habría adquirido un bienechor tan grande. El nuevo Papa era un hombre de gran mansedumbre, generoso, pero firme y de una bondad de corazón incomparable; de mente despejada, de mucha ciencia, de fácil palabra, de sólida y profunda piedad, experto en política, sabedor de las maniobras sectarias. Todos conocían sus naturales sentimientos patrióticos, ((**It2.476**)) que él fomentaba con espíritu cristiano. Había predicado misiones en Sinigallia, había sido secretario de la Nunciatura en Chile, era amantísimo de la Inmaculada Concepción, y tenía predilección singular por los niños pobres, por lo que era presidente del Hospicio de Tata (**Es2.357**))
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