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((**Es2.325**) Arzobispo, para mostrar su satisfacción y dar a don Bosco una muestra más de su benevolencia, le renovó las facultades ya otorgadas en favor del Oratorio, para celebrar la misa, impartir la bendición, administrar los sacramentos, predicar, celebrar triduos, novenas, ejercicios espirituales, preparar para la confirmación y comunión, y hasta cumplir con el precepto pascual, como si los jóvenes estuvieran en su propia parroquia. Parece oportuno describir someramente la nueva capilla. Era una habitación de quince a dieciséis metros de larga por casi seis de ancha. Tras el altar, orientado hacia poniente, había dos dependencias que servían, una de sacristía y otra de cuarto trastero. El suelo estaba entarimado un poco aprisa y a la buena de Dios. Por sus hendiduras podían pasar ratones y hasta los gatos que los perseguían. El techo era un cielo raso de placas enlucidas con yeso. Pues y la altura? íBien seguro que era algo menos que la de San Pedro de Roma! Para formarse una idea baste decir que, cuando el señor Arzobispo iba para administrar la confirmación o celebrar otra función sagrada, al subir a la pequeña cátedra había de inclinar la cabeza, si no quería chocar en la bóveda con la ((**It2.430**)) punta de la mitra. Casi a mitad de la iglesia, al lado derecho, había un pequeño púlpito al que no todos podían subir, porque un sacerdote alto daba con la cabeza en el techo. Pero estaba a la medida del teólogo Borel, que era chiquito de estatura: y desde él daba por la tarde su plática con gran celo y satisfacción de los muchachos. Esta era la gran basílica que sirvió para el culto divino durante seis años; en aquella Pascua resonaron en ella por vez primera los cánticos sagrados. Así se iban cumpliendo los sueños y, después de la tercera estación, don Bosco se establecía en la casa que le destinaba la bondad de María. Por esto, en agradecimiento a la implantación estable del Oratorio, fueron los muchachos, durante el mes de mayo de los años 1846 y 1847 a comulgar en honor de María Santísima al santuario de la Consolata, pero no procesionalmente. A la hora previamente fijada, llenaron el Santuario. Los Padres Oblatos de María se prestaron para confesar, el teólogo Nasi se sentó al órgano y centenares de corazones purificados por los santos sacramentos elevaron al cielo el Te Deum laudamus. Desde el altar de su milagrosa imagen, María Santísima escuchó y bendijo a sus hijos y derramó sobre don Bosco los consuelos que necesitaba para facilitarle la ardua misión. El reflejo de esos consuelos quedó tan vivamente grabado en el rostro de don Bosco que posteriormente bastaba a sus Salesianos fijar en él su mirada, para sacar aliento en las pruebas y en las angustias más penosas (**Es2.325**))
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