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((**Es2.285**) iban llegando los muchachos. Se sentaba en una silla y confesaba a los que habían acudido para ello, mientras otros, de rodillas en el suelo, se preparaban o daban gracias. ((**It2.375**)) Sucedía esto en un ángulo del prado. Más allá, los ya confesados formaban un circulo y cantaban canciones religiosas o bien escuchaban la lectura o la narración de un ejemplo edificante que contaba alguno de los compañeros. Otros hacían una especie de recreo moderado charlando entre ellos, jugando al tejo, a las bochas, a la pelota, o intentando caminar sobre los zancos. A cierta hora de la mañana se levantaba don Bosco de su confesonario verdaderamente apostólico. Entonces un joven, encargado de ello, como no había campana, reunía a todos en medio del prado al redoble de un tambor, que parecía de época antidiluviana. Otro imponía silencio resoplando una ronca trompeta. Tomaba entonces don Bosco la palabra, indicaba la iglesia a la que había que ir para oir la santa misa y comulgar. Y todos se ponían en camino. Iban devotamente, divididos en grupos unas veces y otras procesionalmente cantando canciones espirituales, como contaba haberlos visto el teólogo don Ascanio Savio. Cumplían allí con el precepto dominical y al salir, marchaba cada cual a su casa para desayunar y comer. Por la tarde, acudían todos, de una y otra parte de la ciudad, al famoso prado. Allí jugaban, asistidos por los dos ángeles custodios visibles, don Bosco y el teólogo Borel, ayudados por los jóvenes mayores y más juiciosos. Al llegar su hora, ordenaba don Bosco a su tambor dar la señal convenida. Dividía a los muchachos por secciones según la edad e instrucción y, sentados sobre la verde hierba, escuchaban el catecismo durante media hora. El dirigía la clase de los mayorcitos, de pie, sobre un ribazo. Se cantaba a continuación una letrilla religiosa y entonces el mismo don Bosco o el teólogo Borel, subiéndose a una silla o una banqueta, les daba un sermoncillo, que les instruía ((**It2.376**)) y divertía a un mismo tiempo, por lo que le escuchaban atentísimos. Naturalmente no se podía dar la bendición con el Santísimo; así que, cantaban las letanías de la Virgen o una canción a la Inmaculada, pidiéndole que, juntamente con su divino Hijo, les bendijera desde el cielo. No se preocupaban de la gente que, al pasar por el camino, se detenía a contemplar con curiosidad aquel espectáculo nuevo y nunca visto. Después se reanudaban los juegos, con todo el entusiasmo, hasta que anochecía. Sucedía, a veces, durante este tiempo, que algunos mozalbetes abandonaban los juegos y pedían a don Bosco que los confesara: don Bosco les atendía sin preocuparse de lo importuno del momento ni de sus otras ocupaciones. (**Es2.285**))
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