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((**Es2.265**) en el correccional de la Generala; acogía en su casa hasta diez muchachos salidos de las cárceles, los mantenía, los educaba y los colocaba en talleres de gente buena. Gracias también a la ayuda del teólogo Carpano, no tardó don Bosco en volver a abrir las escuelas, suspendidas hacía casi seis meses. Dividió a los muchachos, que limitó a doscientos por no poder tener más, en tres clases y destinó una habitación para cada una. Colocó en ellas los bancos de la antigua capilla de San Francisco. Todas las noches, después del cierre de los establecimientos de la ciudad, acudían los muchachos para aprender a leer en grandes carteles murales. Durante una larga hora resonaba por aquellos ((**It2.348**)) prados y campos cubiertos de hielo, la monótona cantinela del abecedario, de las sílabas y oraciones gramaticales simples y compuestas: tres coros distintos se mezclaban, interrumpidos, ora uno ora otro, por la voz del maestro. Desde que el Oratorio estuvo en la Residencia de San Francisco de Asís, comprendió don Bosco la necesidad de enseñar, especialmente a ciertos muchachos analfabetos, ya mayores, ignorantes del todo de las verdades de la Fe. Veía que para adoctrinarlos sólo verbalmente era preciso prolongar demasiado su instrucción religiosa y exponerse a que, aburridos, dejaran de asistir. Quería darles la ocasión de poder estudiar el catecismo por sí mismos; mas, por entonces, al no disponer de aulas y maestros preparados y suficientes, debió limitar esta clase a muy poca cosa. Pero, lo mismo en casa Moretta que antes en el Refugio, las clases nocturnas y dominicales procedieron con cierta regularidad. Muchos jóvenes las aprovecharon y se despertó en ellos el deseo de aprender, correspondiendo así a los esfuerzos de don Bosco y de sus colaboradores. También se daba un poco de clase diurna a algunos dependientes comerciales, de acuerdo con su profesión y su horario: se les enseñaba aritmética, elementos de dibujo y algunas nociones de geografía. Don Bosco se ocupaba con todo su afecto de los chicos de la calle, pero no descuidaba otra obra de no menor importancia: la de preservar del mal e instruir religiosamente a niños de familias cristianas que habían recibido una buena educación. Por eso, visitaba cada semana varias escuelas públicas de la ciudad en las cuales contaba con maestros buenos amigos. Ejercía su misión educadora con un ameno catecismo razonado, en las escuelas de los buenos Hermanos de La Salle, ((**It2.349**)) en las escuelas de Puerta Palacio y de San Francisco de Paula, en el colegio de Puerta Nueva y en otras partes. Suplía con gusto a cualquier profesor de religión, ausente o enfermo, (**Es2.265**))
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