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((**Es2.213**) sino que alcanzaba del Señor la gracia con los sacrificios a que se sometía generosamente para este fin. Sus penitencias fueron siempre un secreto, pero todos sabían que, antes de ir a las cárceles o cuando volvía de ellas, se le veía con los ojos humedecidos y enrojecidos, o con fuerte dolor de cabeza o de muelas, que le duraba días enteros. Y sucedía que, teniendo que ((**It2.275**)) cumplir algún deber que requería tranquilidad, cesaba de pronto la molestia, y terminado lo que tenía entre manos, el dolor recobraba de nuevo su fuerza. Con estos signos y otros, muchas veces repetidos, pudo deducir su íntimo José Buzzetti, que Dios le enviaba tales enfermedades a su ruego, y que le eran después recompensadas con la deseada conversión de algún obstinado. Efectivamente, dijo una vez en confianza a don Domingo Ruffino, que había pedido al Señor le mandase a él la penitencia que hubiera debido imponer a los presos. Y añadió: -Si no la hago yo, qué penitencia podría imponer a aquellos pobrecitos? Por esto no me extraña que la Santísima Virgen bajase a las cárceles para colaborar en el apostolado de don Bosco, don Cafasso y el teólogo Borel, animados del mismo espiritu de heroismo. Ocurrió por entonces una admirable conversión, cuya historia hemos oido de labios del mismo protagonista. Muy joven todavía, se escapó de casa; se alistó más tarde en el ejército, donde ganó los galones de sargento, y estaba acuartelado con su regimiento en Nizza Marítima. Era un vicioso y aborrecía todo lo referente a religión. Fue, por curiosidad, a visitar el santuario de la Virgen del Lago y vio con sus propios ojos cómo llevaban ante la sagrada imagen a una jovencita paralítica, casi moribunda. Observó su rostro cadavérico, oyó las oraciones y los gemidos de los presentes, y vio, de pronto, cómo el rostro de la jovencita volvía a su color natural, que lanzaba un grito de alegría y se ponía en pie totalmente curada. Era un triunfo de la bondad de María. Quedóse el sargento totalmente persuadido de la evidencia del milagro; pero, en vez de conmoverse, se enfureció contra Dios, cuya existencia negaba, pues semejante hecho era la condenación de su conducta. Más de cuarenta soldados habían ((**It2.276**)) presenciado el prodigio, porque solían ir, después del relevo de la guardia, a visitar aquella iglesia de tanta fama por toda la zona. Cuando volvieron al cuartel, contaron entusiasmados a los compañeros el milagro que habían presenciado. Pero el sargento, enojado por sus conversaciones, empezó a negar el hecho, llamando beatos y tontos a los que lo afirmaban. Los soldados insistieron. Entonces dijo a gritos, que estaba él presente en (**Es2.213**))
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