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((**Es2.130**) Si se trata de algo serio, bueno va, voy con gusto; pero si se trata de nimiedades, no vale la pena. Aquellos pobres respiraban oyendo la broma, y le respondían: -Puede usted estar seguro de que le daremos gusto. -Muy bien; como amigos nos entenderemos pronto. Así se ganaba la confianza; y cuanto más intrincada era la acusación, o difícil la cuestión, tanto más gozaba él contemplando la acción de la misericordia divina. Se puede repetir de él lo que, a su vez, escribió de don Cafasso: << Unas pocas palabras, en ocasiones un solo suspiro del penitente le bastaba para conocer el estado de una alma. Hablaba poco en el confesonario; pero era claro, exacto, adaptado a la necesidad, de suerte que un largo razonamiento no hubiera obtenido mayor efecto>>. Solía decir que en media hora hubiera despachado cualquier confesión general. Era tan breve que, en pocas horas, confesaba a centenares de personas, dejándoles con una paz y alegría vivamente sentidas. A veces se veía obligado a llevar consigo un líquido amargo para calmar las náuseas y la excitación al vómito que experimentaba al oír ((**It2.160**)) la narración de ciertas culpas. Sentía el hedor terrible que despedían ciertas personas inficionadas por el pecado, sólo con acercársele, aún antes de que empezaran a hablar. A veces, les indicaba amablemente que fueran al confesonario de enfrente. Pero, si insistían rogándole que tuviera esa caridad con ellas, él cedía, aunque con tal repugnancia y sufrimiento que, a duras penas, le permitían escucharlas hasta el fin. Por ello comprendían los penitentes por qué les había indicado fueran a otro; y quedaban persuadidos de que conocía el estado de su conciencia antes de habérselo manifestado. Esto le sucedía especialmente cuando se acercaban ciertos tipos que contaban pecados nefandos casi riendo y con indiferencia. Este horror instintivo de don Bosco era tanto más de admirar, cuanto que de ciertas culpas sólo sabía lo necesario para apreciar su gravedad, el peligro de la ocasión, la necesidad de uno u otro remedio, pero nada más. Monseñor Cagliero atestigua que don Bosco, a la edad de sesenta y ocho años, no comprendía cómo fuesen posibles ciertos pecados. Desde sus primeros años tuvo un odio profundo a cuanto, de algún modo, pudiera empañar, aun ligeramente, la virtud que asemeja los hombres a los ángeles: lo hemos oído muchas veces de sus propios labios. De todo lo narrado se puede deducir cómo ya desde esa edad era guiado por una luz sobrehumana. Sus trabajos no se limitaban a la iglesia de San Francisco de Asís. Don Cafasso le enviaba a confesar y predicar a las cárceles, al Albergo (**Es2.130**))
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