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((**Es2.129**) En los sermones, en las conferencias, en sus charlas a los jóvenes siempre tenía que dar algún aviso sobre este asunto. Su anhelo era llevar a todos al paraíso; ((**It2.158**)) su temor, que alguien se apartara del buen camino. Se dedicaba con celo ardoroso a la conversión de los pecadores, gastando su vida, por así decir, en la administración del sacramento de la penitencia. Muy pronto se hizo famosa su caridad: al extremo de que, cuando se sabía de algún infeliz que rehusaba reconciliarse con Dios en punto de muerte, acudían a llamar a don Bosco como al hombre deseado, capaz de conducir a la salvación a aquel desgraciado. Confirmaba además sus enseñanzas con su ejemplo: se confesaba regularmente todas las semanas con don Cafasso. Y lo hacía, como lo siguió haciendo siempre, públicamente y no en lugar apartado, de modo que los fieles podían observarlo. Y lo mismo en la preparación que en el momento de confesarse y en la acción de gracias daba a entender que practicaba un acto digno de todo respeto, como establecido por el mismo Jesucristo. En todas sus acciones copiaba el divino modelo, que antes empezó a hacer y luego a enseñar. Vamos a verlo prácticamente. Fue por este tiempo cuando empezó a actuar públicamente en algunas iglesias de Turín predicando triduos, novenas y ejercicios espirituales. Sus sermones eran casi siempre una explicación o explanación de algún texto de las Sagradas Escrituras, acompañado de oportunas explicaciones dogmáticas y morales y con un ejemplo edificante bien expuesto y detallado. Empezó también a confesar en la iglesia de San Francisco de Asís, cada mañana durante algunas horas. Pronto se supo de su caridad, su celo, su rara prudencia y habilidad al preguntar. Se contaban entre sus penitentes algunos de sus compañeros sacerdotes; entre ellos don Giacomelli, que lo escogió en seguida por su confesor. Es él quien atestigua que don Bosco tuvo muy pronto un numeroso ((**It2.159**)) concurso de fieles, que se agolpaban ante su confesonario. Con tanto afecto los atendía que parecía ser este ministerio el más agradable, el preferido, el más conforme a su corazón. A cualquier hora que le llamaran, se presentaba en seguida, sin hacer jamás la menor observación en contrario, ni por cansancio, ni por lo inoportuno de la hora, ni por ninguna otra ocupación, salvo la hora de clase. Su trato abierto inspiraba confianza hasta a los mayores que él por edad o dignidad. Cuando alguno se le presentaba en la sacristía, pidiéndole confesión, a primera vista advertía si era de los que tenían embrollos de conciencia y sonriendo le decía: -Le advierto, señor, que no querría gastar mi tiempo inútilmente. (**Es2.129**))
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