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((**Es19.345**) y resuelto de un modo ciertamente no usado. El descenso de las voces descendentes, aun en el color, hasta el Passus et sepultus est, resulta muy sugestivo y penetrante. La marcha general de la composición adelanta hacia el fin con soltura y sonoridad, singularmente por la disposición de las partes vocales, siempre informada por el más seguro resultado de los efectos arquitectónicos y excitantes. Lo demuestra el poco tiempo del Et vitam venturi recogido en seis compases, sin embargo grandiosos y de efecto. El Sanctus se presenta con un tema diáfano y transparente. Por fragmentos que se elevan poco a poco, en la escala aguda, a través de un sentido polifónico, que se revela cada vez más acentuado y se aproxima a la tradición palestriniana, se reanima al Pleni sunt caeli et terra, etc.: que se esparce, se difunde y se propaga con ímpetu de sonoridad verdaderamente fascinante, y que se acopla después en el Hosanna, el cual empieza con un piano que va creciendo hasta adquirir los más vibrantes acentos. El Benedictus, de puro estilo homófono, se apoya en una melodía felizmente ((**It19.419**)) inspirada dada a la parte superior: primero al tenor, después al soprano. Vuelve por fin el Hosanna idéntico al primero, y que, quizás, en esta segunda aparición dejaría desear alguna variante y mayor desarrollo, como supo hacer el autor en el Kyrie. Pero el maestro Antolisei se repone en el Agnus Dei, en el que, por el modo con que está entretejido, se presenta como una de las partes más interesantes y sólidas de toda la Misa. Aun manteniendo en ella las características fundamentales del trabajo, las que resultan del uso de los coros cantantes, aquí no sólo se aproximan las dos falanges, sino que se sobreponen con resultados estéticos muy afortunados que, en ocasiones, llegan a la grandiosidad en las líneas y a la fúlgida resonancia en el color. Con feliz unidad de criterio, Antolisei, como ya se ha dicho, se sirve aquí otra vez del tema del Kyrie, tema que se oye con gusto sobre todo porque es una frase incisiva y penetrante, que puede aprenderse y recordarse por el oyente con emoción y deleite. Diremos también que, al igual de la Missa solemnis del maestro Pagella toma el signo característico de la canción del Beato don Bosco: Ah, se cante en son de júbilo; ésta del maestro Antolisei lleva su marca del apunte, desde el primer Kyrie, el cual, aunque no siempre abiertamente, en su misma característica, noble y severa, serpentea a lo largo del trabajo. Apoyándose en una determinada forma, la que se levanta, como ya se ha dicho, sobre la alternativa de los coros cantantes (representados en este caso por las cuatro voces blancas y las cuatro viriles) la cual podría parecer, tal vez, que va a producir una uniformidad, que, sin embargo, sabe dominar y vencer el compositor, recurre al artificio de la consiguiente casi idéntica respuesta a una primera proposición hecha por un complejo de tres o también cuatro voces. Pero no son temas aislados superpuestos a breve distancia uno sobre otro, como se acostumbra en la polifonía propiamente dicha, los que él prefiere, si bien sean temas sujetos casi siempre por tres o cuatro partes, en un complejo homófono bien construido. De este modo el maestro salesiano y romano se acopla, como ya ha sido dicho, al grupo de aquellos compositores, que supieron levantar verdaderos monumentos de arte, desde la segunda mitad del siglo XVII en la capital del mundo católico; tales, a nuestro parecer, que pueden colocarse en estética relación con todo lo que en el orden arquitectónico ya se había creado siglo y medio antes. Por este hecho, la Misa del maestro Antolisei, viene a ser un género de música puramente romano, digno de la más sincera admiración y de la más probada acogida. Todo esto, sin reservas ni ambages. Ciertamente que no todos los coros estarán en condiciones de preparar e interpretar (**Es19.345**))
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