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((**Es19.298**) y que en sus oratorios se rezaba por la vida y la victoria del Rey, de quien fue súbdito fiel; pero él estaba completamente absorbido en su misión y se le considera por encima de todo como un siervo de la Iglesia, un ministro de Dios. En el contraste entre la Iglesia y el Estado no tenía alternativa; sino que en este tema fue uno de los que no contribuyeron a agravar la discordia, más aún, se ingenió eficazmente para atenuarla en el momento de la más grave tensión, convirtiéndose en honrado mediador entre la Curia y el Gobierno. El conflicto entre la Iglesia y el Estado era inevitable, porque nuestra unidad debía cumplirse en Roma, pero debía hacerse enseguida como una necesidad y no como un pretexto buscado para atacar aquella ((**It19.360**)) fe que constituía en el pueblo un fundamento de la unidad que se quería conseguir. Hoy, cuando el tiempo ha calmado las pasiones y restablecido los valores, debemos admitir que, por una y otra parte; se envenenó la cuestión más de lo debido y hasta podemos afirmar que no eran los de ingenio más alto los que se esforzaron por hacer definitiva una discordia necesaria, pero superable, y tan superable que se logró en cuanto la Nación tuvo conciencia de su fuerza y su destino. Don Bosco contribuyó más de lo que pueda imaginarse a evitar lo irreparable y no sólo auguró la conciliación, sino que la predijo con un poder adivinador que hace creer en la profecía. Desde Dante, todas las personas eminentes condenaron la superposición de los dos poderes, pero igualmente suplicaron que se alejase la contienda. La historia demuestra que nuestro pueblo fue grande y poderoso, aunque dividido, mientras la fe fue viva y sincera, mientras su vida religiosa y su vida civil se desarrollaron en fecunda armonía; entonces surgieron a la par los soberbios palacios y las sublimes catedrales que ilustran nuestras ciudades, las cuales, en el esplendor de las armas y las artes, en la riqueza de las industrias y del comercio tenía cada una la fuerza de crear el Estado y el valor de soñar el Imperio. Cuando se oscurece la fe y Roma decae, empiezan nuestra esclavitud y nuestra miseria: los tres últimos siglos fueron los más tristes y oscuros de nuestra historia, porque la Iglesia, asechada en su verdad y amenazada en su conjunto, se cierra en sí misma apartándose de todo lo que primeramente había impulsado y ayudado, mientras por otra parte se pierde el sentido de lo divino que es igualmente necesario en la vida de los individuos y en la política de los Estados. Gioberti está en lo cierto cuando señala en el progresivo recíproco apartarse de la política y de la religión la causa principal de nuestra debilidad, de nuestra enfermedad. La protesta, que fue una rebelión en Roma, no podía venir más que de un pueblo que nunca fue conquistado por las armas y que por demasiado poco tiempo estuvo sometido a la fe de Roma. Pero nosotros no podemos, sin renegar y atacarnos a nosotros mismos, desterrar de nuestra vida y mucho menos cancelar en nuestra historia esa religión que es católica por ser romana; por eso, los que pretendieron ignorarla se equivocaron lo mismo que los que quisieron suprimirla. El Duce ha hecho muchas cosas grandes: ha sacado al pueblo de la oscuridad y a la tierra del cenagal; ha creado institutos y fundado ciudades; ha extendido nuestro dominio y renovado nuestro poder; pero hasta aquí su más alta inspiración y su más grande obra ha sido la conciliación. Este ha sido el suceso nuevo de nuestra época, el fruto maduro de una y otra victoria; porque la conciliación presuponía en el pueblo la conciencia de que la guerra le ha restituido y en el Estado la autoridad que le ha dado el Fascismo. Así se ha restablecido en Roma una armonía que ((**It19.361**)) se reflejará en el mundo destinado a rodar en torno a dos llamas que le dan nombre y esplendor. (**Es19.298**))
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