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((**Es19.296**) casi sin darse cuenta de ello; sabía que la vida es algo muy serio y que puede ser algo grande, sin necesidad de dramatizarla. Se encontró con adversidades, conoció amarguras y sufrió atentados, pero no se consideró nunca una víctima, ni tomó los aires de un héroe: cuando estuvo en peligro le guardó y le salvó un pobre perro gris, porque en su vida todo debía ser sencillo y creíble. Cada edad ha tenido los Santos que necesitaba: y así se suceden en la Iglesia los místicos y los guerreros, los Santos de la meditación y la oración, de la penitencia y del éxtasis, de la doctrina y de la acción. El es el Santo de la vida vivida en la multiplicidad y en la actualidad de sus aspectos y sus necesidades: es el Santo de nuestro tiempo, mudo en su pena y oscuro en su grandeza; es el Santo de nuestro pueblo seguro en la fe y tranquilo en sus obras. Don Bosco emprendía la construcción de sus iglesias y sus casas, cuando apenas si tenía el suelo, porque era un campesino y sabía que la cosecha está en las manos de la Providencia y todo está por sembrar, es decir, por cumplir un acto de fe. Hizo sencillamente las cosas más extraordinarias: con la misma naturalidad iba a curar leprosos en el lazareto de San Donato, que a predicar contra los herejes en la iglesia de Viarigi; con la misma familiaridad se entretenía con los presos, que hablaba con los niños. En todo era hijo de este pueblo para el cual la guerra ha sido una faena como las demás y todavía hoy habla de ella como si hubiera ido a un trabajo más lejano; de este pueblo que no poseía nada, que apenas si tenía la tierra donde caerse muerto y se comportaba como si llevara la victoria en la mano. Sus dotes de intuición, practicidad, laboriosidad y prudencia son las típicas de nuestra gente más genuina, que es la del campo. Campesino es su gusto por las fiestas colectivas que se llaman <> (función, feria) y en las que el pueblo se reúne para proveerse a la vez de las cosas del mundo y de las de Dios. Había aprendido sobre todo de su gente el respeto al tiempo, que es sagrado, que no puede perderse sin pecar y por esto pudo hacer tantas cosas para las que parece increíble le haya bastado una vida. La Iglesia, en el proceso para la canonización, ha examinado algunos de sus milagros de curaciones obtenidas por encima de toda explicación y esperanza; pero el milagro vivo y perenne es su propia obra, que se ha extendido por todo el mundo con una rapidez y una fecundidad que no tienen explicación a base de suerte únicamente y tampoco de virtud. En ellas está ((**It19.358**)) la mano de Dios. En el oscuro cobertizo donde el Obispo hubo de quitarse la mitra para poder estar de pie, levantó un templo para muchísimos fieles; la pobre casa donde recogió a los primeros muchachos se convirtió, a la vista de todos, en ciudad del estudio y la oración, de donde partían sus hijos hacia todos los caminos de la tierra. Hoy se cuentan sus iglesias por centenares y por millares sus casas y todas han sido construidas por su voluntad, todas iluminadas por su fe. Porque el Santo vive y actúa como antes, más que antes, y rara vez se vio una Orden que conservara con tanta fidelidad y prosiguiera con tanta suerte el espíritu y la misión del fundador. Está cubierto de significados y de advertencias el hecho de que se haya realizado este milagro y se repite cotidianamente en una edad tan progresista que se avergüenza de la fe y tan refinada que se complace en la superstición, en una edad que tiene miedo de todo y no cree en nada. Evidentemente hay fuerzas que no se conocen y valores que se han olvidado, cuando un pobre sacerdote ha podido crear esta obra inmensa, que no se compone solamente de casas construidas, sino de almas inspiradas; y es precisamente este renovarse y extenderse de vocaciones y entregas lo que hace pensar. Nuestro Santo invita a meditar, no sólo por el tiempo en que vivió y trabajó, sino (**Es19.296**))
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