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((**Es19.282**) de todos los medios para levantarse sobre el suelo y lograr ver la parte más majestuosa del larguísimo desfile. Muchas madres colocaban el paraguas sobre la cabeza de los soldados mientras los chiquillos se colaban hasta primera fila escondiéndose hábilmente bajo los capotes militares. Un entusiasmo delirante, una fe ardiente, gritos de invocaciones y vítores escalaban los cielos. Era el espacio más triunfal de todo el recorrido. Hacia las siete y media apareció la urna en la Plaza de María Auxiliadora. La Basílica, iluminada como por encanto hasta la estatua de la Virgen en lo alto de la cúpula, quedaba envuelta en un mar de luz multicolor, mientras las campanas daban rienda suelta a sus tañidos de gloria y, desde el interior, las notas del órgano entre armonías de júbilo, parecían pedir el ingreso de don Bosco que la muchedumbre humana quería, en cambio, detener todavía ante sus ojos, insaciables con la magnífica visión. La entrada en la Basílica fue el triunfo final. Estaban colocados en sus respectivos bancos los Arzobispos y Obispos, abarrotaban el templo Autoridades y Clero, los Cardenales en el trono, y dos Príncipes de la Casa de Saboya en el presbiterio: esperaban para recibir, con el representante del gobierno italiano, los restos gloriosos del Santo. El príncipe Adalberto de Saboya-Génova, duque de Bérgamo, había llegado exprofeso de Milán para honrar a don Bosco con su presencia y su afecto; y la princesa María Adelaida de Saboya-Génova representaba con Su Alteza a toda la Casa Real. La Comisión Central de Damas Protectoras de las Obras Salesianas ocupaba su propia tribuna junto al altar de San José. Una vez depositada la urna delante del altar mayor, pasó el Cardenal Fossati a la sacristía para revestirse con los ornamentos sagrados y volvió al altar para impartir la bendición eucarística. Contemporáneamente subió al balcón de la Sociedad Editora Internacional el Cardenal Hlond, para impartirla a la multitud apiñada en la avenida Regina Margherita y especialmente en el Rond_. Después del canto del Iste Confessor y del Tantum ergo el Cardenal ((**It19.340**)) impartió la triple bendición desde el altar mayor y desde allí fue procesionalmente hasta la puerta de la Basílica para darla de nuevo a la multitud, que se recogió en el más religioso silencio, al sonido de la trompeta. Fueron unos instantes de emoción, de adoración, y después estalló un fortísimo grito de <<íViva don Bosco!>>. Y el coro de la inmensa turba, animado por los muchachos, desfogando el entusiasmo por su Santo, se desató en un canto de bendición y agradecimiento a Dios. Al Bendito sea Dios siguió el himno del Santo y después himnos y más himnos sin cesar, mientras gran parte de los turineses volvía a sus casas y los peregrinos, preocupados por la hora de la partida, se apresuraban a tomar diversos medios de transporte para llegar a pueblos distantes horas y horas de viaje. Se organizó inmediatamente el acceso a la iglesia para la multitud que se agolpaba a la puerta; y así, hasta muy avanzada la noche, millares y millares de peregrinos pudieron desfilar ante la urna para besarla y hacer una oración. Mientras tanto, los Augustos Príncipes, obsequiados por el Rector Mayor, por las Autoridades y los Superiores, atravesaron en coche el patio interior, entre las aclamaciones de los muchachos, y dejaron la Casa Madre de don Bosco Santo. Renováronse las aclamaciones a la partida del Arzobispo y de los Príncipes de la Santa Iglesia y saludaron con muestras de sentido homenaje al embajador conde De Vecchi. El Representante del Gobierno comunicó aquella misma noche sus impresiones a La Stampa, diciendo entre otras cosas: <(**Es19.282**))
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