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((**Es19.203**) gloriosa al Beato don Bosco. Eran los Venerables Siervos de Dios Roque González de Santa Cruz, Alfonso Rodríguez y Juan del Castillo, muertos por la fe en Paraguay. Aquel día se proclamaría solemnemente su martirio. Las modalidades de la ceremonia fueron las mismas señaladas en los capítulos precedentes. Una vez leído el decreto referente a los tres mártires jesuitas, leyó el Secretario el del Tuto para don Bosco. Traducimos a continuación el decreto. Durante el siglo diecinueve, cuando maduraban por doquier los venenosos frutos, cuyos gérmenes de destrucción de la sociedad cristiana había diseminado abundantemente el siglo anterior, la Iglesia, sobre todo en Italia, se encontró a merced de muchas tempestades que la desgracia de los tiempos y la maldad de los hombres levantó contra ella. Pero la divina misericordia envió también entonces para sostén de su Iglesia valiosos campeones, que alejaran la gran ruina y conservaran intacta en nuestro pueblo la más preciosa herencia recibida de los Apóstoles, la genuina fe en Cristo. Y así, en medio de las dificultades de aquellos tiempos, aparecieron entre nosotros hombres de acrisoladísima santidad, gracias a cuya acción prodigiosa no valieron los asaltos de los enemigos para demoler los muros de Israel. ((**It19.241**)) Sobresale por encima de los otros por la altura de su espíritu y la magnitud de sus empresas el Beato Juan Bosco, que, en el áspero rodar de los tiempos se levantó en el siglo pasado como una piedra miliar, señalando a los pueblos el camino de la salvación. Porque Dios le suscitó para la victoria, según la expresión de Isaías (XLV, 13), y allanó todos sus caminos. En cambio el Beato Juan Bosco, por virtud del Espíritu Santo, resplandece ante nosotros como modelo del sacerdote hecho según el corazón de Dios, como educador incomparable de la juventud, como fundador de nuevas Familias religiosas y como propagador de la santa fe. Hijo de humilde linaje, Juan nació en un caserío campesino cerca de Castelnuovo de Asti, de Francisco y Margarita Occhiena, pobres y virtuosos cristianos, el 16 de agosto de 1815. Quedóse sin padre cuando sólo tenía dos años, y creció en la piedad bajo la prudente y santa guía materna. Brilló en él, desde niño, una índole excelente, dotada de agudo ingenio, y memoria tenaz, de tal modo que, cuando empezó a ir a la escuela, aprendía en un santiamén lo que le enseñaban los maestros y sobresalía sin discusión en clase por su rapidez en aprender y su penetración mental. Después de dos años de dura y laboriosa pobreza, que vigorizó su fibra en las más difíciles pruebas, con el consentimiento de su madre y por recomendación del Beato José Cafasso, entró en el Seminario de Chieri, donde se dedicó a los estudios, con óptimos resultados, durante seis años. Recibió finalmente el orden sacerdotal en Turín, el 5 de junio de 1841. Pocos meses después fue admitido en la Residencia Sacerdotal de S. Francisco de Asís, bajo la dirección del Beato José Cafasso, donde ejerció, con gran provecho para las almas, el ministerio sacerdotal en los hospitales, en las cárceles, en el confesonario y en la predicación de la palabra de Dios. Formado con este ejercicio práctico en el sacerdocio, sintió encenderse más vivamente en su corazón la singular vocación que le animaba por inspiración divina desde la adolescencia, de atender y guiar por el buen sendero a los jóvenes, particularmente (**Es19.203**))
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