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((**Es19.186**) diversiones propias de los muchachos, con el fin de llevar a todas partes la nota del bien, la llamada al bien. Y he ahí la verdadera providencia para nuestros días. Es lo que Nos venimos proclamando e inculcando siempre a la amada juventud que, con tan noble ímpetu, responde, en todos los países del mundo -y nos place manifestarlo con vivísimo sentido de gratitud a Dios y a los hombres- a nuestra llamada; esta amada juventud que en todas las partes del mundo responde a nuestra llamada, para alistarse en favor y al servicio de la Acción Católica, que no quiere, ni debe ser otra cosa más que la participación del laicado en el apostolado jerárquico. Y precisamente para ser tal, para poder estar en esta línea, debe ella ser ante todo una formación más profunda, conocedora, exquisita, de vida cristiana, de conciencia cristiana y sobre todo en la pureza de la vida, en el espíritu de piedad, en la participación en esta gran piedad de la iglesia, en su incesante oración y unión con Dios. Dicha correspondencia es tan vasta, y, en su abundancia, tan exquisitamente preciosa, que verdaderamente llena nuestro corazón con el más alto reconocimiento, y abre también nuestro ánimo a las más bellas esperanzas, que no son únicamente nuestras, de la Iglesia, de la Santa Religión, sino que por una feliz necesidad, son también las esperanzas, las promesas seguras para la familia, para la sociedad, para toda la humanidad. Es verdad; Nos hemos llamado siempre a estos queridos jóvenes a alistarse bajo la bandera de la oración, de la acción, del sacrificio, porque ((**It19.220**)) con la oración y con el sacrificio es como se prepara la acción, con la oración inspirada en la piedad, con el sacrificio íntimo ante todo, el sacrificio personal, ese sacrificio enraizado en el espíritu, en la penitencia, en la mortificación cristiana: sólo así, solamente así se puede preparar a la acción fecunda del apostolado, una acción que no puede realizarse con destreza humana, por muy alta y generosa que sea, sino que necesita esencialmente de la ayuda divina que no puede obtenerse de otro modo. Pero, precisamente por esto, vuelve de nuevo, y muy a tiempo, la figura del gran Siervo de Dios, del Beato don Bosco, Maestro del pequeño Venerable Domingo Savio; vuelve aquella gran figura, como Nos mismo la vimos tan de cerca, y no por unos minutos, sino precisamente así como su pequeño discípulo nos la ha representado en su vida, en los caracteres más sobresalientes de su breve existencia: un ardor incesante, con ansias devoradoras de acción apostólica, de acción misionera, verdaderamente misionera, hasta entre las paredes de una sencilla habitación; acción misionera entre las pequeñas turbas de niños, de muchachos, de adolescentes que continuamente le rodeaban; espíritu de ardor, de acción; y con este ardor un espíritu verdaderamente admirable de recogimiento, de tranquilidad, de calma, que no era solamente la calma del silencio, sino la que acompañaba un verdadero espíritu de unión con Dios, de tal forma que dejaba entrever una continua atención a algo que su alma veía, con lo que su corazón se entretenía: la presencia de Dios, la unión con Dios. Precisamente así. Y con todo eso un espíritu heroico de mortificación y de verdadera y propia penitencia, para la cual, aun en los términos más solemnes, hubiera bastado aquella su vida continuamente entregada al bien ajeno, siempre olvidada de toda utilidad propia, y hasta del más escaso reposo; una vida de penitencia, no solamente mortificada, sino de verdadera penitencia, a fuerza de ser apostólica. Nos hemos encontrado estas cosas un poco en los recuerdos de nuestro espíritu, y, mucho más aún, en las sugestiones queridísimas de la breve, pero muy noble vida del Venerable Siervo de Dios Domingo Savio. Estas cosas, estos ejemplos, estas grandes líneas siguen siendo siempre las líneas sustanciales, esenciales, de la vida marcada con (**Es19.186**))
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