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((**Es19.185**) Una pureza candorosa, angelical, inspirada en la Santísima Virgen, Madre inspiradora de toda pureza; y rodeada de los más solícitos cuidados: los maternos y paternos primero, y los del gran Siervo de Dios y sus colaboradores después; pero cuidada por el jovencito, cuidada siempre, casi se diría, con verdadero instinto, con verdadera y continua aspiración de pureza, como la principal necesidad; por lo que, todo cuanto hasta de lejos parecía que podía ofender aquel candor, avivaba las energías de aquella pequeña, y grande alma, para las más solícitas atenciones, la más fiel custodia. íLa pureza!: es la primera disposición, anterior a todos los demás dones de Dios, el don de las más altas vocaciones; la pureza es el amor de María, es el amor de su Divino Hijo, del Divino Redentor; es el aroma al que se abre el Corazón de Dios como a algo agradabilísimo; la pureza: íqué necesidad de elevar un estandarte de este esplendor en medio de la juventud de nuestros días! Pero se diría propiamente que el pequeño, gran Siervo de Dios, dijese para sí mismo aquellas palabras que la Divina Sabiduría pone en boca del espíritu que va en busca de la pureza: Cuando he visto y considerado, Dios mío, que sin Vuestra ayuda no podía ser sobrio y puro, me he dirigido a Vos y os he pedido este tesoro. Por eso la pureza del Venerable Domingo Savio estaba siempre asistida por un gran espíritu de piedad; la piedad estaba en él para custodia de la pureza; una piedad sazonada de oración, de devoción a la Santísima Virgen, de devoción al Santísimo Sacramento, de la más alta inspiración, de inspiraciones a los más altos coeficientes de la misma pureza. Además, esta piedad, esta oración del espíritu iba siempre unida a otra oración, la que puede muy bien llamarse oración del cuerpo, oración propia de la carne, oración del cuerpo, como muy bien se definió, reavivado por el espíritu, es decir, la práctica de la penitencia cristiana, que, casi por instinto, sabe y siente las posibles complicidades del cuerpo y de la materia, de las ofensas a la pureza, de los peligros para la pureza; y corre al abrigo, verdaderamente como por instinto: el instinto del cordero que se defiende del lobo, del poder enemigo. La vida de Domingo Savio fue por esto una vida llena de oración y de penitencia, esa penitencia que, si no llega a los rigores que la historia de la santidad conoce, es sin embargo penitencia verdadera; más aún, es la de enseñanza más útil para todos nosotros y especialmente para nuestra juventud, porque es una penitencia al alcance de todos; ésta, en efecto, se reduce a su esencia, consiste en un ejercicio continuo de vigilancia, de dominio del espíritu sobre la materia, de mando ((**It19.219**)) de la parte más noble sobre la parte que lo es menos; de dominio, en suma, del alma, de quien sabe mandar, sobre la parte que debe obedecerla; un espíritu de penitencia preciosísimo que, por sí solo, ejerce noble y fructuosamente las mejores energías del alma y del espíritu, que enseña al cuerpo, enseña a la parte menos noble lo que también ella debe hacer y la contribución que debe prestar, no para hacer más difícil la virtud, sino para convertir en más hacedero y meritorio el ejercicio y la práctica. Y con todo esto y como preparación sobrenaturalmente natural, un espíritu de apostolado que anima toda la vida del felicísimo adolescente, toda la vida de este pequeño y gran cristiano. Con toda la intención hemos dicho: una preparación sobrenaturalmente natural, porque, en resumidas cuentas, es la natural tendencia del bien a difundirse, a dilatarse, a comunicar lo más posible los propios beneficios, especialmente allí donde es más visible la necesidad, la privación, tendencia que se encuentra mucho en el querido jovencito. Pequeño, pero gran apóstol, en todas las ocasiones: siempre atento a aprovecharlas, crearlas, convirtiéndose en apóstol en todas las situaciones, desde la enseñanza formal del catecismo y de las prácticas cristianas hasta la cordial participación en las (**Es19.185**))
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