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((**Es19.106**) tomaron a hombros la dulce carga y, precedidos de unas largas filas de clérigos, con antorchas encendidas en la mano, recitando salmos del Oficio de los Santos Confesores, y, seguidos del cortejo de las personalidades, en medio de la devota actitud de los presentes, apiñados a lo largo del paso procesional, transportaron la caja a un salón, adornado con brocados, flores y verdes frondas. En la pared del fondo sonreía la imagen de don Bosco en la reproducción de un cuadro de Rollini. En el centro había una gran mesa sobre la que se colocó el féretro. Una vez que las autoridades y personas invitadas acabaron de entrar, cerraron las puertas y empezaron los trabajos. Mientras tanto sucedíanse fuera episodios conmovedores y graciosos. Lo mismo que en las Catacumbas romanas se detienen los peregrinos junto a los nichos abiertos de los primeros cristianos, sin espantarse a la vista de los restos fúnebres, sino, por el contrario, experimentando arrebatos de ternura, así también ante el sepulcro vacío que, durante ocho lustros, había guardado en su interior los restos de don Bosco, la multitud miraba visiblemente absorta en suaves pensamientos. Madres hubo que metían dentro a sus hijitos enfermos, con la esperanza de que don Bosco quisiera obtenerles la curación. Un muchacho ((**It19.119**)) ciego gritaba: -Don Bosco, íhaz que yo vea! Piadosamente iban desapareciendo los ladrillos y cascotes, caídos al pie del muro demolido. Un muchacho se agarró al borde de la abertura, se metió dentro, se tendió a lo largo y dijo: -Yo hago de don Bosco. Su gesto fue imitado inmediatamente; hubo tras él otros muchachos que quisieron a porfía, como ellos decían, hacer de don Bosco. Y no tardaron en ir llegando los alumnos de los colegios de Turín para rezar junto a la tumba santificada por el gran amigo de la juventud. Eran muchos los que envidiaban la suerte de los privilegiados, admitidos en la sala de reconocimiento y se agolpaban bajo las ventanas con la esperanza de poder venerar pronto y de cerca los restos mortales del Santo; pero no eran más que ilusiones; ignoraban que las cosas durarían su tiempo. Monseñor Salotti, con su oratoria elocuente, su emotivo temperamento y convencido admirador que era de don Bosco, quiso, antes de que se descubriese la caja en la sala, tomar la palabra, y pronunció un breve y afectuosísimo discurso, que empezó de esta manera: <(**Es19.106**))
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