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((**Es19.100**) Tomó por fin la palabra el Padre Santo, que supo entrelazar magníficamente las alabanzas del Mártir y del Confesor. Queridísimos hijos, habéis oído y con Nos recibido con piedad y júbilo, con íntimo sentido de las cosas santas, los dos decretos acabados de leer, el primero para la propagación del martirio de Cosme de Carboniano, gloria de Armenia, y el otro para que con ánimo seguro se pueda proceder a la solemne beatificación del Ven. Siervo de Dios, el sacerdote Juan Bosco, gloria de Italia, y cosa inmensamente más grande, gloria de toda la Iglesia católica. Hay ya tanto esplendor, tanta altura, tanta edificación de las cosas grandes y santas en estos dos anuncios, que verdaderamente viene la tentación de dejarlas hablar a ellas solas con su inimitable significado. Pero las grandes cosas requieren también algún comentario, comentario que corresponda al deber de añadir algo a las mismas cosas para el mayor fruto espiritual de ellas. Y aquí debemos añadir también la necesidad de nuestro corazón, queremos decir de nuestra personal, profunda, cordial simpatía por los dos temas del doble decreto. Diremos, pues, esta palabra, además, lo sabemos bien, para responder a vuestro deseo, queridísimos hijos, y será una sola palabra resplandeciente, con una gran riqueza y variedad de cosas; una palabra sobre la divina fidelidad, y sobre la incomparable sabiduría de aquella gran Madre y Maestra de la Iglesia; una palabra de admiración y adoración por todas esas finezas de infinita bondad y, estábamos por decir, infinita elegancia con que la divina Providencia sabe adornar las cosas infinitamente preciosas por sí mismas. Decimos divina fidelidad. Y nos parece que ésta es verdaderamente la idea que se impone al oír (como lo hemos oído en el Decreto y en la elocuente y fogosa palabra de su intérprete, en el cual nos place ver a casi toda Armenia aquí presente) la evocación del Siervo de Dios Cosme de Carboniano remontándose hasta la lejana fecha de su nacimiento en 1658 y a la, poco menos lejana, de su muerte en 1707. Estamos a distancia de siglos, queridísimos hijos; pero, tampoco a la distancia de los siglos, ha olvidado la divina Bondad, la divina Fidelidad a aquel Siervo fiel, generoso, heroico hasta la muerte. Diríase que es ella misma quien se ha cuidado de ir a abrir su tumba gloriosa, que parecía casi olvidada, e inclinarse como para hacer revivir aquellos huesos, proclamando su gloria a los ojos de los hombres coram Ecclesia y llamando al antiguo mártir a los esplendores de los más altos honores. Esta es la costumbre de Dios, y es la costumbre de su divina voluntad. Puede parecer tal vez que Dios no piense en nosotros, como dice a veces alguna alma caída en el fondo de la tristeza, que Dios no se ocupa de nosotros. Pero es precisamente entonces cuando el Señor demuestra de la manera ((**It19.112**)) más evidente el cuidado constante que tiene de sus cosas. Fidelis Deus, es la palabra que el mártir nos grita desde el sepulcro glorioso. Y nosotros, hijos queridísimos, nos equivocaremos siempre, inevitablemente siempre que, en cualquier circunstancia, nuestra confianza en Dios vacile de algún modo. Esto precisamente es lo que un santo sacerdote, un humilde Siervo de Dios nos decía en los primeros días de nuestro sacerdocio, que ya ha alcanzado sus cincuenta años: -<>. Queridísimos hijos, os dejamos con el recuerdo que nos llega desde la tumba del mártir y de las palabras del humilde y buen Siervo de Dios, porque no es solamente una lección útil la que a menudo nos llega con la grande y amarga lección de cosas, con la gran oscuridad del presente y la gran tiniebla del porvenir, sino que se convierte (**Es19.100**))
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