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((**Es18.673**) Miguel Rúa, su vicario general, y el otro el reverendo don Celestino Durando, su asistente. El primero es todavía joven; a primera vista se reconoce en él al hombre de acción y su rostro ascético recuerda singularmente los rasgos demacrados de San Vicente de Paúl. Como quiera que la antesala estaba llena de visitantes de toda clase social, don Celestino Durando tuvo conmigo la atención de hacerme pasar a su celda. Entré y quedé sobrecogido al ver aquella pobreza. Son muchos los pobres que están mejor alojados y con mejores muebles que aquel eminente religioso; yo me dije para mis adentros que el estado mayor salesiano tenía por alojamiento el lugar de un cuerpo de guardia. Resulta poco reverente la expresión, sin lugar a dudas; pero es la impresión que tuve en aquel instante. Así viven los jefes de estas comunidades religiosas, cuyas fabulosas riquezas y su legendaria avidez proporcionan tema inagotable a los declamadores de los parlamentos o de los cafetuchos. Más trabajadores que unos braceros, más pobres que los mismos pobres, pueden repetir aquellas palabras del apóstol: <> En fin, iba a tener la suerte de poder saludar a don Bosco. Me latía el corazón mucho más que si me acercara a un poderoso de este mundo, pensando que iba a encontrarme en presencia de uno de esos hombres que Dios se complace en suscitar en determinados momentos para mostrar lo que son y lo que pueden los santos. La santidad -íay, cuántas gentes ilustradas se sonríen ante esta palabra!-, sin embargo, aun desde el punto de vista humano, ha desempeñado un papel importantísimo en la vida de los pueblos. >>Quién se atrevería a decir, por ejemplo, que la influencia social de un San Vicente de Paúl no ha sido más profunda, más durable, y sobre todo más feliz, que la de Richelieu o de Mazarino? >>Quién se atrevería a decir que la iniciativa providencial de don Bosco en esta espinosa cuestión obrera, si llega a generalizarse, no traerá soluciones inesperadas? Y, haciéndome estas reflexiones, me tocó el turno de entrar. Miré rápidamente la habitación tan pobremente, tan misérrimamente ((**It18.798**)) amueblada y vi con emoción a un venerable anciano, sentado en un sofá deteriorado, encorvado bajo el peso de los años y de las fatigas de un largo apostolado. La postración de sus fuerzas ya no le permitía mantenerse en pie; mas levantó la cabeza, que tenía inclinada, y pude ver sus ojos, algo velados, pero llenos de inteligente bondad. Hablaba bien en francés. Tenía la voz floja y hacía cierto esfuerzo; pero expresaba con notable limpidez su pensamiento. Me recibió con cristiana sencillez, decorosa y cordial a un mismo tiempo. Me sentí profundamente conmovido al ver cómo un anciano, casi moribundo y asediado siempre de visitantes, tuviera con todos un interés tan bondadoso y sincero. Me habló en términos de admiración del obispo de Lieja y de su ardiente celo por la clase trabajadora. El mucho trabajo ha consumido la salud en don Bosco, es cierto, pero íqué fuerza de alma queda todavía en su débil cuerpo! íCon qué acento de íntimo pesar deploraba que su debilidad no le permitiera dedicarse activamente a la dirección de sus innumerables obras! Y, sin embargo, >>quién más que él tiene derecho a entonar con confianza el cántico del santo anciano Simeón: Nunc dimittis servum tuum in pace? La discreción me obligaba desgraciadamente a abreviar mucho más de lo que yo hubiera deseado aquella conmovedora entrevista con un hombre a quien Dios ha señalado visiblemente con su sello y que, dentro de pocos días, puede ser que vaya a recibir las magníficas recompensas prometidas a los que han peleado bien en la batalla. Permitidme que recomiende insistentemente a los lectores que van a Italia, la visita del Instituto de la calle Cottolengo. Saldrán emocionados de ella, embelesados y soñadores, repitiéndose con íntima convicción: ahí está la verdad, ése es el camino, (**Es18.673**))
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