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((**Es18.655**) manteníamos con la misma ración que el Gobierno pasa a los indios. Pero yo vivía de la mesa del comandante Lucian, a quien conocí a bordo del Pomona, en mi primer viaje a Patagones. Como un buen soldado, se acomodaba como todos a la vida del desierto, comiendo carne y arroz, arroz y carne; y sentándose, como los demás, sobre troncos de árboles o albardas y monturas de caballo. Pero nosotros teníamos una recompensa sin medida con nuestros buenos catecúmenos, que venían a nosotros hambrientos de la palabra de Dios y sedientos de instrucción religiosa. Cada día se daban cuatro, cinco y hasta seis lecciones en diversos puntos o grupos de la tribu. Se bautizaron primero todos los niños y se confirmaron con el miedo correspondiente a que un día u otro se dispersarán. Por eso se bautizaron todos los muchachos y jovencitas de los diez a los veinte años. Por último, los padres y madres de familia, la mayor parte de los cuales celebraron también, o mejor ratificaron su matrimonio, ya contraído legítimamente et secundum legem naturae. Era digno de nota entre éstos el hijo del cacique Yancuche, quien, al ver a toda su gente ya cristiana, y cristianamente unida en santo matrimonio, se venció a sí mismo y, renunciando a su segunda mujer, recibió de mis manos el bautismo y ratificó el ya contraído con la primera. Lo mismo sucedió con el hijo del primogénito del cacique Sayuhueque y otros mozos, los cuales, tras mucho decir, se rindieron a nuestras creencias. ((**It18.776**)) Sayuhueque hizo bautizar e instruir a toda su numerosa familia. Pero él no se sintió con valor para dejar a sus tres mujeres que tenía de más. Acudía a menudo a la instrucción y se interesaba por conocer las verdades de nuestra santa religión: venía frecuentemente a vernos y comía muchas veces con nosotros. El día en que le presioné para que se resolviese a recibir el Bautismo no puso resistencia; pero, cuando le puse por condición absoluta la monogamia, bajó la frente y, suspirando, pidió tiempo para resolver este duro problema para él. Seguramente hubiera triunfado, de no haber habido un incidente que fastidió nuestro plan. El incidente que, por fortuna sucedió al término de la misión, fue una orden del Gobierno para sacar ochenta familias de la tribu y hacerlas caminar durante dos meses hacia Mendoza para fundar una colonia. Como quiera que la orden del Gobierno se realizó a golpe de fusil, alarmó y espantó a todos estos pobres y desgraciados indios, que aún no habían podido olvidar las vejaciones de los soldados cuando se rindieron hace tres años. Intenté suspender o, al menos, diferir el cumplimiento del decreto, pero dijo el comandante que no podía acceder de ningún modo a mi petición. No logré más que suavizar los modos con los que se quería realizarlo. Trabajamos durante tres días para pacificarlos y persuadirlos de que el Gobierno no quería esclavizarlos con aquel decreto, sino que más bien pretendía librarlos del yugo militar y hacerlos partícipes del derecho común en la nueva colonia; y que, sabiendo que todos ellos eran cristianos, tenían obligación e intención de protegerlos como a cualquier otro ciudadano. Se calmaron y pudimos acabar la misión instruyendo un poquito y bautizando todavía unos doscientos. Pero Sayuhueque, triste porque le quitaban tantos súbditos, no quiso decidirse a recibir el santo bautismo, diciendo que lo hará en otra ocasión, cuando esté más tranquilo. Vinieron otros capitanejos (sic) para que los laváramos la cabeza, pero, como no estaban dispuestos por ahora a abandonar la poligamia, tuvimos que dejarlos nosotros también en la salvaje infidelidad, mas no sin encomendarles a la infinita bondad (**Es18.655**))
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