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((**Es18.483**) un cazo, él mismo, una vez hecha la mezcla del sublimado y del agua en un cubo, impregnó con el líquido el interior del ataúd con una esponja que él empapaba y exprimía con sus propias manos. Advirtióle don Celestino Durando que se quemaría la piel, y él respondió que, así como ellos habían cumplido su cometido, le permitieran a él diligenciar el suyo, pues se sentía muy contento de prestar aquel último servicio de un buen hijo a su padre. Y, en efecto, le sobrevino una molestia que le obligó a guardar cama diez días, por lo mucho que aquello le afectó a sus manos. Y hasta se le produjo fiebre. Ya estaba todo a punto para el traslado del féretro. Hacia las ((**It18.557**)) tres de la tarde del día dos de febrero, se veía la periferia de Turín casi desierta; por el contrario, en los alrededores de Valdocco, hormigueaba la gente por las calles que, según habían anunciado los periódicos, debía pasar el cortejo fúnebre. Desde tiempo inmemorial, no se recordaba tan numeroso concurso de gente para presenciar el entierro de un sencillo sacerdote. El cálculo general elevó a doscientas mil las personas que acudieron a honrar con su presencia a don Bosco; y quien lo contempló y recuerda el acontecimiento no encuentra exagerado el número. Don Bosco recomendaba en unas notas suyas que sus funerales fueran sencillos y deseaba que solamente sus hijos despidieran sus restos; pero >>cómo impedir la comparecencia de tantos como acudían, irresistiblemente llevados por su gratitud, su afecto y veneración? El cortejo salió por la puerta de la iglesia de María Auxiliadora, se dirigió por la derecha, siguiendo la calle de Cottolengo, entró en el paseo del Príncipe Oddone, dobló hacia la avenida de Regina Margherita, recorriéndola hasta la calle de Ariosto, por la cual volvió hacia el otro tramo de la calle de Cottolengo, para entrar de nuevo en la iglesia 1. El féretro iba a hombros de ocho sacerdotes salesianos. A su paso, se descubrían todos; muchos se arrodillaban y, frecuentemente, se oía exclamar: íEra un santo! Detrás del ataúd, entre don Celestino Durando y don Antonio Sala, iba don Miguel Rúa, con la cabeza inclinada y recogido en su inmenso dolor; seguían detrás los otros miembros del Capítulo Superior. Y, tras ellos, una gran multitud de eclesiásticos y seglares, unos para rendir personalmente homenaje al extinto y otros como representantes de entidades o personajes de la ciudad. No faltaban representaciones del extranjero. Y flanqueaban este largo séquito dos filas de servidores con librea, portando las armas de las 1 Para el orden, véase Ap., Doc. 101. (**Es18.483**))
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