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((**Es18.274**) provechosa. Primero, le daba oportunidad para no hacer el resto del viaje de un tirón, lo que le habría cansado demasiado; y, después, al no ser apenas conocido en aquella ciudad, esperaba tomarse algún descanso antes de llegar a Roma, donde preveía que no tendría un día de libertad. Por esas razones hizo aquella parada con mucho gusto. En la estación de Arezzo tuvo un conmovedor encuentro. El Jefe de estación, apenas lo vio y lo reconoció, corrió a él, lo abrazó y después, llorando de alegría, dijo a los que le rodeaban: -Era yo un jovencito y andaba por las calles de Turín sin padre ni madre. Este santo sacerdote me recogió, me educó y me instruyó de modo que he podido alcanzar el puesto que actualmente ocupo y, después de Dios, sólo a él debo el poder comer el pan honradamente. Todos los que oyeron sus palabras quedaron tan impresionados, que quisieron besar la mano del Santo 1. ((**It18.312**)) El Obispo, un hombre totalmente de Dios, que murió pobre, aunque poseía una mesa abundantemente provista, colmó a don Bosco de honores y atenciones. Mandó a recibirle con un espléndido coche, prestado por una noble familia de la ciudad. Reunió en el obispado a todo el Seminario para darle la bienvenida. Cenó con él y sus acompañantes y, hacia la media noche, lo acompañó él mismo a la habitación llamada de Pío VII y siempre cerrada desde que el gran Pontífice, a su vuelta triunfal a la Ciudad eterna, pasó allí la noche. Un sacerdote joven, sorprendido por tal agasajo, dijo a Monseñor: ->>Por qué tantos honores? Si fuese obispo o cardenal, transeat; pero un simple sacerdote... -Es más que un obispo, más que un cardenal, le respondió; es un santo. Aquel sacerdote, que se llamaba Angel Zipoli, no podía imaginar entonces que, quince años después, movido por el recuerdo del antiguo Santo, huésped de su Obispo, renunciaría a puestos honoríficos para formar parte de su familia religiosa. Don Bosco pasó en Arezzo en perfecta tranquilidad todo el día veintinueve de abril, dio al atardecer un paseíto con el Obispo por la risueña campiña cercana, andando un poco a pie y otro poco en coche, y le produjo notable alivio. Cuando volvió a casa, su pensamiento voló al Oratorio. Como estaba encima el mes de mayo, quiso que Viglietti escribiera a don Juan Bautista Lemoyne, manifestándole su deseo de que reuniese en conferencia a los alumnos del cuarto curso y les dijera 1 Rassegna Nazionale, día primero de febrero de 1915, pág. 366. (**Es18.274**))
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