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((**Es17.773**) esta ocasión para hablar a mis queridos hijos y hermanos y exponerles algunas cosas que no pude decir en la conferencia de San Francisco de Sales. Estoy convencido de que todos tenéis la firme voluntad de perseverar en la Sociedad y, por consiguiente, de trabajar con todas vuestras fuerzas para ganar almas a Dios y salvar, en primer término, la vuestra. Para triunfar en esta santa empresa, hemos de procurar poner como base el máximo empeño en practicar las reglas de la Sociedad. Pues de nada servirían nuestras instituciones, si fuesen letra muerta olvidada en el escritorio y nada más. Si queremos que nuestra Sociedad siga adelante con la bendición del Señor, es indispensable que cada artículo de las constituciones sea norma de nuestra actuación. Sin embargo, hay algunas cosas prácticas y muy eficaces para alcanzar el fin propuesto y, entre ellas, os indico la unidad de espíritu y la unidad de administración. Por unidad de espíritu, entiendo una determinación firme, constante en querer o no querer las cosas que el Superior juzga que sirven para la mayor gloria de Dios. Esta determinación no disminuye nunca, por grandes que sean los obstáculos que se oponen al bien espiritual y eterno, según la doctrina de san Pablo: Caritas omnia suffert, omnia sustinet (1 Cor 13,73). Esta determinación induce al Hermano a la puntualidad en sus deberes, no sólo por el mandato que se le impone, sino por la gloria de Dios que quiere promover. De ahí procede la prontitud para hacer, a la hora establecida, la meditación, la oración, la visita al Santísimo Sacramento, el examen de conciencia, la lectura espiritual. Verdad es que todo esto está prescrito por las reglas; pero, si no se procura observarlo por un motivo sobrenatural, nuestras reglas quedan en el olvido. Lo que poderosamente contribuye a mantener esta unidad de espíritu es la frecuencia de los santos sacramentos. Los sacerdotes hagan ((**It17.895**)) todo lo posible para celebrar con regularidad y devoción la santa misa; los que no lo son procuren recibir la comunión con la mayor frecuencia posible. Pero el punto fundamental está en la confesión frecuente. Procure cada uno observar lo que prescriben las reglas respecto a esto. Es absolutamente necesaria una confianza especial con el Superior de la casa a que se pertenece. El gran defecto consiste en que muchos interpretan torcidamente ciertas disposiciones de los superiores o las consideran de escasa importancia y van aflojando en la observancia de las reglas con daño para sí mismos, disgusto de los superiores y omisión o, por lo menos, descuido de las cosas que habrían contribuido poderosamente al bien de las almas. Renuncie, por tanto, cada uno a su propia voluntad y al pensamiento del bienestar privado; asegúrese únicamente de que lo que debe hacer sirve para la mayor gloria de Dios y después vaya adelante. Aquí, sin embargo, surge una dificultad: en la práctica, hay casos en los que parece mejor actuar diversamente a como había sido mandado. No es verdad. Lo mejor es hacer siempre la obediencia, sin cambiar nunca el espíritu de las reglas, interpretado por el respectivo Superior. Por lo cual esfuércese siempre cada uno en interpretar, practicar, recomendar la observancia de las reglas entre sus hermanos y hacer con el prójimo todo lo que el Superior juzgue que sirve para mayor gloria de Dios y provecho de las almas. Considero esta conclusión como la base fundamental de una sociedad religiosa. La unidad de espíritu tiene que ir acompañada por la unidad de administración. Un religioso se propone cumplir el dicho del Salvador, es decir, renunciar a cuanto tiene o puede tener en el mundo por la esperanza de una recompensa mejor en el cielo. Todo: padre, madre, hermanos, hermanas, casa, bienes de cualquier género, todo lo ofrece al amor de Dios. Pero como todavía tiene el alma unida al cuerpo, (**Es17.773**))
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