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((**Es17.217**) El día treinta de junio hubo un joven de dieciséis años, llamado Marciano Bertotti, natural de Tortona, el cual fue a limpiar el largo y ancho foso existente bajo la máquina de papel; cansado de trabajar, descansó un instante, mirando hacia el centro de la galería. Distraído como estaba, apoyó la mano derecha sobre un gran cilindro en movimiento. Lo hizo sin darse cuenta y, al advertir el peligro, ya no tuvo tiempo para apartar la mano, pues al girar el cilindro se la llevó bajo un segundo cilindro. Entre uno y otro apenas podía pasar una hoja de papel. La pobre mano, aplastada entre aquellas dos potentes moles de hierro, quedo destrozada y en un santiamén desollada y machacada; ((**It17.247**)) iba el brazo a seguir la misma suerte, cuando la manga de la camisa del brazo izquierdo, con el que el joven había intentado ayudar el derecho, era asida y arrastrada por las dos mismas mordazas. El muchacho tuvo tanta serenidad como para no gritar y espantar a la gente; pero, por el excesivo dolor, lanzó un profundo suspiro. Esto bastó para llamar la atención del maquinista, hombre práctico, que providencialmente se encontraba en aquel momento junto al lugar del peligro. Con mucha destreza quitó la correa, que ponía en movimiento los dos cilindros, y éstos pararon al instante. Llevaron al muchacho al puesto de socorro urgentemente y, al verlo en graves condiciones, condujéronle en un coche al hospital de San Juan, donde le aplicaron rápidamente las curas del caso. Gracias al Cielo, en pocos días desaparecieron los síntomas alarmantes, de suerte que volvió al Oratorio, y, al cabo de un mes, estaba perfectamente curado. La segunda desgracia le tocó el día tres de julio a Egidio Franzioni, de Milán, que tenía unos quince años. Atendía a la guillotina de papel. Aquel día el fieltro no funcionaba bien y no lanzaba al sitio exacto las hojas cortadas. El muchacho alargó el brazo y quiso agarrar las hojas, que no bajaban como tenía que ser; pero no acertó a hacerlo en el momento justo y la cuchilla le llevó el índice de la mano derecha. El recuerdo de la desgracia, ocurrida tres días antes a su compañero, hizo que tampoco él gritase para desahogar el dolor, sino que dio unos golpes con los pies contra el suelo y corrió a la asistencia médica, donde le vendaron la mano y le llevaron al Oratorio. A las pocas semanas tampoco él tenía mal alguno, salvo la pérdida del dedo. Era hijo de una actriz y, antes de abrirse la exposición, había recibido una señalada gracia. A punto de morir por una fiebre tifoidea, se había confesado y preparado con mucha devoción para recibir la Unción de los enfermos, porque, como declaró después, temía mucho morir. En cambio, tras recibir el último sacramento, empezó a mejorar de tal manera que, al día siguiente, el médico, sumamente (**Es17.217**))
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