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((**Es17.182**) conocidas y narradas por los biógrafos. El hijo del doctor Albertotti, médico también, queriendo probar su energía, le rogó que le apretara la mano. Don Bosco se la apretó. -Más fuerte..., más fuerte todavía..., le dijo el médico. -íMire que le haré sangrar!, repuso el enfermo. -No importa, apriete. -íAy, caramba, qué fuerza tiene!, gritó entonces el médico. Al atardecer, volvió con el dinamómetro para medirle la fuerza. Lo apretó él mismo con toda la energía de su mano derecha; y el aparato señaló cuarenta y cinco grados. Lo tomó después don Joaquín Berto y alcanzó los cuarenta con la derecha y los cuarenta y cinco con la izquierda. Don Bosco llegó a los sesenta. Era el máximo. Sin embargo, dijo que había apretado con moderación por miedo a romper el instrumento. Quiso ir a San Benigno como había pensado. El tres de octubre por la mañana, estaban los Superiores celebrando allí sesión capitular bajo la presidencia de don Miguel Rúa, cuando a las once y media llegó un telegrama de Turín anunciando que don Bosco, algo mejorado, se encaminaba a la estación para ir a San Benigno. Al momento suspendieron la sesión para salir a su encuentro. Escribe Lemoyne en las actas: <>. Caminaba con su bastoncito. Dejó oír aquella su voz, que sacudía las almas y las consolaba. Don Juan Bautista Francesia expresó la alegría de todos en doce estrofas de seis versos endecasílabos, que empezaban y terminaban así: íOh, buen Padre Don Bosco, qué alegría nos dio el poderle ver en este día!: Presente aquí, con su bastón en mano, cuando temimos verlo tan lejano... Lejano, enfermo, inmóvil en la cama... íQué gozo ver al Padre que nos ama! ((**It17.206**)) Después de su salida de Valsálice, el Capítulo Superior, presidido por don Miguel Rúa, reunióse allí otras cinco veces, del día dieciocho al veinte de septiembre, y dedicó tres sesiones al tema de los dos Directores, para así darse cuenta de las eventuales dificultades y peligros y para acordar un modus vivendi que pudiera ofrecer alguna seguridad de éxito. Todos los Superiores, salvo don Juan Cagliero, creador y defensor de la innovación, la aceptaban de mala gana. Don Miguel Rúa, que, desde el principio, había puesto sus objeciones, la aceptaba, mas no por una íntima convicción de que fuese aquél el mejor camino, sino únicamente por su innata docilidad al querer de (**Es17.182**))
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