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((**Es17.174**) que hubieran podido acarrear trágicas consecuencias, mas, por fortuna, todo acabó en nada. Un aprendiz de cajista, ya avanzada la tarde y estando ausentes el asistente y el jefe del taller, se puso a jugar con un compañero y fue a esconderse en el hueco del montacargas, que subía desde los subterráneos hasta su taller. Creído de que la plataforma de la máquina se hallaba a nivel del pavimento, se lanzó sobre ella; pero, como la máquina estaba en la planta inferior de la imprenta, cayó cabeza abajo en el hueco desde una altura de siete metros y fue a dar con la cabeza contra el hierro de la tapa. Los que acudieron, al oír el ruido, lo encontraron inmóvil, como muerto; subiéronle a la enfermería donde recobró los sentidos y no le quedó más que la señal del golpe y un ligero desvanecimiento, que desapareció pronto. No fue menos peligroso el caso de un aprendiz de sastre. Mientras daba vueltas con otros tres compañeros al paso volante, el árbol que sostenía las cuerdas se rompió ((**It17.196**)) por su base, cayó sobre él y lo dejó tendido en el suelo con el ímpetu de su peso. El poste más el peso de las abrazaderas de hierro, que lo coronaban, hubiera podido matarlo; en cambio, apenas si le hizo daño en una pierna. Los aprendices consideraron aquellos dos sucesos como gracias señaladas, que atribuyeron a María Auxiliadora. Don Bosco, firme en su propósito de dar al Oratorio una reorganización satisfactoria, volvió al mismo tema, en septiembre, cuando el Capítulo Superior tenía sus sesiones para destinar el personal de las casas. Así, el día doce, hizo dos observaciones sobre la manera de conservar la moralidad y el orden en la Casa Madre y en las demás. -Trátese, dijo, de apartar de nuestros alumnos todo libro prohibido, aun cuando esté prescrito por los programas escolares y mucho menos se pongan a la venta tales libros. Cuando yo escribía la Historia de Italia, expuse brevemente la biografía de Alfieri y cité algún trozo de autores prohibidos. Pero el célebre profesor Amadeo Peyron, que examinó el manuscrito, me reprendió diciendo: -No cite jamás autores prohibidos, porque, al citarlos, pone en los jóvenes las ganas de leerlos; déjelos en el olvido. Así tenemos que hacerlo nosotros; no introducir, no citar, no nombrar a los autores prohibidos. Sólo pueden exceptuarse los que tienen que presentarse a exámenes públicos; pero, aun en estos caso, empléense ediciones expurgadas. Sin embargo, los autores prohibidos y expurgados no se pongan en manos de los muchachos de cursos inferiores. Porque esto despertaría en ellos la fatal curiosidad de averiguar y comparar las correcciones con el original. Por tanto, téngase precaución al hablar de ellos; por ejemplo, si se quiere exponer algún trozo de historia literaria, evítese hacerlo, si no (**Es17.174**))
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