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((**Es17.172**) que no tiene vocación, hace estragos entre ellos a diestro y siniestro, porque estos tales son individuos de la peor calaña. Dominado por todos estos pensamientos, tuvo el Santo un sueño en el mes de julio. Le pareció encontrarse ante un inmenso y suave collado espléndidamente iluminado por una luz más pura y más viva que la del sol, totalmente cubierto de verde hierba, esmaltada de flores variadísimas, y sombreado por muchos árboles, cuyas ramas se entrelazaban entre sí y se extendían a manera de arcos. Se habría dicho que era un verdadero paraíso terrenal. Pero, más que el jardín encantado, llamaron su atención dos hermosas jovencitas, como de doce años, sentadas en la orilla de la cuesta, junto al caminito donde él estaba. Una celestial modestia emanaba de sus rostros y de todo su porte. De sus ojos, siempre fijos en el cielo, se trasparentaba una ingenua sencillez de paloma y un gozo de sobrehumana felicidad. El garbo de sus ademanes daba a las dos un aire de nobleza, que contrastaba con su juventud. Una túnica blanquísima llegaba hasta sus pies. Ceñía su cintura una faja de púrpura con bordados de oro, sobre la cual destacaba un adorno a manera de cinta entretejida con azucenas, violetas y rosas. Llevaban al cuello un aderezo a manera de collar. Cercaban sus muñecas dos hacecillos de cuentecillas blancas como brazaletes. Su calzado era blanco, bordado con una cinta veteada de oro. La cabellera larga sujeta con una corona que ceñía su frente, caía flotando, ensortijada sobre las espaldas. Las dos doncellas mantenían entre sí un dialogo, hablando, preguntando, exclamando, ora sentadas las dos, ora una sentada y la otra de pie, ora moviéndose arriba y abajo a paso lento. Don Bosco, espectador silencioso, escuchaba la conversación, que duró largo rato, sin dar indicios de que advirtieran su presencia. Al fin, volvieron las espaldas y subían la cuesta, caminando sobre las flores sin aplastarlas ((**It17.194**)) y cantando un himno angelical, al que respondieron grupos de espíritus celestiales, que les salieron al encuentro. A los primeros se iban añadiendo unos tras otros sin interrupción y elevaban juntos un himno inmenso y muy armonioso, acabado el cual, se elevaron poco a poco a las alturas todos juntos y desaparecieron con toda la visión. En aquel momento se despertó don Bosco. Durante los días siguientes expuso a don Juan Bautista Lemoyne en resumen lo que había visto, refiriéndole solamente el sentido muy genérico de las cosas que había oído, que eran alabanzas de la pureza, medios para conservarla y premios que le aguardan en este mundo y en el otro; después le dijo que se sirviese de ello como de un esbozo para desarrollarlo libremente. El secretario cumplió la orden, pero no pudo leerle (**Es17.172**))
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