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((**Es16.98**) de la escalera, que debía quedar cerrada. Se llegaba a don Bosco por la puerta interior. Aquí la guardiana actuaba enérgicamente para dar paso según el orden de precedencia. Abarrotaban el salón señores y señoras de la flor y nata de la sociedad; entre otros, la princesa de Trápani con su hija y algunas damas se quejaba de que, después de dos horas, no le llegara su vez; es más, no lograba, siquiera, abrirse paso para llegar a defender su causa ante la improvisada portera. Finalmente un cambio de tarjetas sirvió para indicarle y hacerle abrir una portezuela oculta a las miradas del público, lo cual le permitió llegar hasta don Bosco. Salió de allí rebosando júbilo, deshaciéndose en agradecimientos a sus libertadoras. Después de seis horas, el salón estaba todavía lleno, porque eran tantos los que salían como los que ocupaban su lugar. Al fin, se asomó don Bosco para dar una bendición general. Hubo entonces una avalancha tal hacia él que hizo temer por su incolumidad. La larga espera tenía encrespados los nervios. Se oía gritar:-Padre, mi hijo tiene el tifus... -Padre, tengo un tumor... -Padre, tengo un hijo que me desespera... -Tengo esto, tengo aquello... Algunos, armados de tijeras, aprovechaban el agolpamiento para destrizarle la sotana y proporcionarse reliquias. Cuando salió, sus guardianas llevaban allí ocho horas de pie. Pero algo les había enseñado la larga experiencia. Al día siguiente se repitió el mismo concurso de gente; todos los que entraban en la sala tenían que escribir su nombre en una hojita numerada y con ella entrar por orden a la audiencia. La medida tomada dio buen resultado y se continuó después. Ayudaron a las señoritas la condesa de Caulaincourt, la condesa D'Andigné y otras ilustres damas parisienses; que tomaron sobre sí con verdadera abnegación el arduo cometido de mantener el orden y encauzar una muchedumbre que atestaba salas, escalera y patio, aguardando impaciente, pero constante, horas y horas. En París don Bosco no era dueño de sí mismo. Una tarde ((**It16.109**)) necesitaba hablar con cierto señor de la ciudad, y, como el palacio de la avenida Mesina estaba bloqueado por delante, se escabulló por la puerta trasera. No dijo a nadie a dónde iba; sin embargo, se barruntó la noticia, quizás por indiscreción del cochero, y, aún no había llegado el coche a su destino, cuando la gente ya cerraba el paso. Entró, pero en el zaguán lo estrujaban por todas partes; algunos incluso se arrodillaban allí mismo para confesarse. El Santo, sintiéndose ahogado por la avalancha de la gente, llamó en su auxilio a don Camilo de Barruel y le dijo:(**Es16.98**))
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