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((**Es16.401**) aún acostado, escriban a don Bosco: <>. Los padres quedaron encantados y la señora de Lespérut, testigo de la escena, nos la ha contado ella misma. Hacia la mitad de la audiencia, oí un ligero ruido en la Biblioteca; había ido yo a dar un recado a la señorita Jacquier, dejando al P. De Barruel el cuidado de la puerta de salida. Pero temiendo una invasión por la puerta de la antesala, me apresuré a entrar por la puerta de la señorita Jacquier; el padre De Barruel, suponiendo el mismo desaguisado, entró bruscamente por mi puerta, y con aire severo. No nos habíamos equivocado ni el uno ni la otra: un grupo de señoras había entrado por la antesala; les hicimos salir de nuevo no sin dificultad: una de ellas se postró de rodillas, entre mí y el secretario, con las manos juntas: tanto insistió que se la dejó. Para librarme de una masa de importunos, tengo la lista de las iglesias y capillas en las que don Bosco ha de celebrar la misa e invito a ir allí para poderle hablar, por así decir, más fácilmente. El padre De Barruel, antes de subir, me dio orden formal de no dejar entrar a nadie al margen de los números, a excepción, dijo de manera que pudiera ser entendido por todos, de la señora de Martimpré, que entrará apenas llegue. Acababa de subir él a su piso, cuando una mujer del pueblo gritó: -<<íSeñora de Martimpré!>>, empujando delante de ella a una joven descalza, vestida de harapos, que llevaba en brazos a un crío enfermizo y en trance de muerte. El rostro macilento de la madre, envuelto en un pañuelo de indiana, la mirada transida de deseo y angustia, hacían extremadamente interesante a aquella infeliz criatura. A instancias de la anciana, la multitud, respetuosa ante la encarnación de la miseria, se abrió en dos alas para dejarle pasar. Yo abrí la puerta; pero, acababa de cerrarla, cuando la ((**It16.483**)) verdadera señora de Martimpré se presentó. Me enfrenté entonces con la anciana que me había engañado, pero me respondió que no lamentara tal acto de caridad. <>. Bajó entonces el padre De Barruel, entró donde estaba don Bosco, y dio una agria reprensión a la falsa señora de Martimpré, que había obtenido lo que quería: don Bosco había bendecido al niño y prometido que viviría; salió llena de satisfacción. Como vino la señora Vauquelin, me confié en ella para el mantenimiento del orden, pero sucedió todo lo contrario de lo que yo esperaba. Por su parte, la señorita de Sénislhac amenazaba con llamar a la policía, pero abría el paso a la multitud, que entraba y se desbordaba indiscretamente por todas partes. La audiencia fue breve, pero agotadora; fue preciso moderar con toda la delicadeza del mundo a un público tan selecto, que, no encontrando sitio en el salón ni en la antesala, se estacionaba en el descansillo y en los peldaños de la escalera. Vi entonces sentadas en el suelo a algunas primeras damas de Francia: Rohan, Rozenbau, Freycinet, etc. Por la tarde, la señora de Curzon, que había venido para los ejercicios espirituales, se colocó en una silla, cerca de la puerta, para ver a don Bosco cuando saliera. En aquel momento, se precipitó la gente atropelladamente en el descansillo. Extendí los brazos para proteger a don Bosco y a la señora de Curzon, pero no pude detener a la masa; lancé un grito desesperado, llamando al secretario en mi ayuda; vino y me prestó su mano fuerte contra las señoras, una de las cuales cayó rodando por el suelo antes que ceder. El pobre don Bosco no podía andar, pero la señora de Curzon recibió una buena bendición, mientras que la señora caída por el suelo se levantaba de nuevo. Ella también recibió buenas palabras del Santo. Yo hube de guardarme en el bolsillo mis deseos. Don Bosco me miró serenamente y me dijo: <(**Es16.401**))
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