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((**Es16.228**) -Si sólo es ésa su curiosidad puedo contestarle inmediatamente. Dicho esto, mandó llamar al cocinero y se lo preguntó. El cocinero fue a consultar el libro de las provisiones y volvió con la respuesta; de la cocina habían salido víveres por valor de doce mil quinientos francos. -Ahora que lo sabe, >>está usted satisfecho?, le preguntó el señor. -Sí y no. Doce mil quinientos francos para honrar al pobre don Bosco son verdaderamente un gasto excesivo. Si mis muchachos supieran que don Bosco hace gastar tanto para él en una comida, se quedarían asombrados. >>No habría ((**It16.267**)) sido mejor, dirían ellos, que le hubieran dado el dinero para proporcionarnos panecillos? -íPuede hacerse perfectamente lo uno y lo otro!, exclamó su interlocutor que, si ciertamente era rico, también sabía portarse con magnificencia. En efecto, antes de que los comensales se levantasen de la mesa, acercóse un jovencito con mucha gracia a don Bosco y, diciéndole un cumplido, le presentó un sobre cerrado sobre una preciosa bandeja. Cuando don Bosco lo abrió, se encontró con billetes de banco por valor de doce mil quinientos francos. Nos ha llegado el recuerdo de otros hechos extraordinarios, a más del mencionado al comienzo. El primero se refiere personalmente a la señora Philippal De Roubaix. Tenía la señora las piernas tan entorpecidas que cada paso le costaba agudos sufrimientos. La llevaron a la iglesia donde se encontraba el Santo; diole éste la bendición y una medalla, y curó al instante. Jamás sufrió molestias de aquella clase. El señor Santiago Thery tenía un hijito raquítico, que no podía caminar, ni casi moverse. Lo acercaron los padres a don Bosco y éste le pasó ligeramente la mano sobre sus brazos y sus piernas. Aquel tocamiento bastó; el niño cobró vigor y, libre del mal, creció fuerte y sano. Más llamativo todavía fue otro prodigio. Una huerfanita de Aire-sur-Lys había llegado a tal extremo, víctima del escrofulismo, que ni siquiera se la podía admitir a la primera comunión; tenía, además, una pierna tan torcida que difícilmente podía tenerse en pie. La señorita Clara Louvet, que había ido a Lille para ver a don Bosco, le entregó una carta del abate Engrand 1, en la que recomendaba a sus oraciones a la pobre criatura. Era un sábado por la tarde; don Bosco metió la carta en el bolsillo para leerla cuando pudiese. Pues bien, sucedió que, a primeras horas de la noche del lunes al martes, la 1 Véase vol. XV, cap. XIX. (**Es16.228**))
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